martes, 26 de mayo de 2015

Ni miedo, ni dolor: psicoestimulantes en la Yihad... y también aquí

Sobre el uso de Captagon por los combatientes islámicos y el de Ritaline en guerras más cercanas


Leyendo L'Express, nos enteramos de que no sólo está la "War on drugs" (guerra contra las drogas que la administración norteamericana lleva tiempo perdiendo) sino también una "war drug", una droga de la guerra: Captagon. Según esta publicación, los combatientes de IS la usan para no sentir "ni miedo ni dolor", y también, de paso, para aumentar sus rendimientos sexuales, que como se sabe son un factor significativo en las guerras guerras. Sin duda, el empleo de estimulantes para osar actos de violencia extremos, entre los cuales violaciones aprovechando el excedente de adrenalina, no es una novedad. El recurso al alcohol en la guerra es incluso tradicional, y tenemos numerosos testimonios sobre la anestesia moral que induce o favorece y las atrocidades que un individuo aparentemente normal puede llegar a cometer bajo su influencia. En lo que a la cocaína se refiere, disponemos de testimonios, en Colombia o en México, de una cultura de la violencia extrema desarrollada en torno a esta substancia.

En estos últimos casos, se ve que la droga tiene relaciones muy estrechas con la violencia en más de un sentido: por una parte, es al menos en parte su causa, pero por otra parte, el tráfico del que es objeto aporta fondos casi ilimitados para financiar sus medios, en especial las armas.

Lo que ocurre en Siria es más o menos lo mismo: el Captagon, al mismo tiempo, es empleado por los combatientes y constituye una fuente importante de ingresos para la compra de material de guerra. Según The Guardian, por otra parte, el consumo de la droga está muy extendido también entre la población cividl: parece, entonces, que la necesidad de anestesiar el miedo y el dolor (moral) está allí muy generalizada: "doctors and psychiatrists say use of the drug is [...] widespread among Syria's increasingly desperate civilian population" (los médicos y los psiquiatras dicen que el uso de la droga [...] está cada vez más extendido entre la población civil desesperada).



En el fondo, el uso de este tipo de substancias psicoestimulantes está ligado a la guerra desde su origen. Según Carson-DeWitt (Encyclopedia of Drugs & Addictive Behaviour, Durham, NC), durante la Segunda Guerra Mundial, los ejércitos de los EE.UU., Gran Bretaña, Alemania y Japón hicieron ensayos con ellas para mejorar la atención de los soldados y también su estado de ánimo.

¿Que hay de nuevo entonces? La nuevo no se encuentra quizás en lo que ocurre en el campo de batalla, sino el hecho de que en nuestros días hay otra guerra, la que se libra especialmente en las escuelas y durante el tiempo de la infancia, cuyos soldados, llamados alumnos, recurren también por prescripción médica a los psicoestimulantes (ya sea a diversos tipos de anfetaminas, como Adderall, ya sea al metilfenidato, como Ritalin).

Lo que estas drogas tienen en común, dicen, es que estimulan la norepinefrina y la dopamina, que algunos llaman "feel good chemicals" (substancias químicas que hacen sentir mejor). Y la guerra en la que estos soldaditos infantiles participan podemos llamarla la guerra del malestar en la civilización, por usar una expresión de Freud. De modo que, frente al malestar (el propio, el de los padres, el de la escuela, el del Estado, el de la sociedad entera, "gotta feel good", hay que sentirse bien por narices y hacer que todo el mundo se sienta bien, esté satisfecho con las expectativas y sobre todo las cumpla).

Se decía en The Guardian que el Captagon estaba muy extendido entre la población civil. ¿Qué significa eso? Porque si dijéramos que un diez por ciento de la población toma anfetaminas, o sea, una persona de cada diez, ¿sería eso mucho? ¿Y si fuera el 20%, dos de cada diez? Porque cuando vemos las estadísticas de los trastornos, reales o supuestos, que se dice afectan a nuestra población infantil, hay quien dice que alrededor de un 7% deberían ser diagnosticados de TDAH, pero que eso es poco en comparación con el 10% que se diagnostican y se medican en los EE.UU. Y que, de todos modos, hay quienes opinan que deberían ser diagnosticados y medicados un 20 % de niños, o sea, una quinta parte de la población. Si a esto sumamos otros trastornos que se dice están infradiagnosticados, como el Trastorno del Especto Autista, el porcentaje de niños enfermos sería epidémico y requeriría una explicación que todas estas historias de neurotransmisores son incapaces de dar, salvo que se reconozca que el ser humano es un ser enfermo y necesita una reforma urgente del genoma.



Ahora bien, la diferencia entre el Ritaline y el Captagon es que este último es una droga ilegal – de hecho ilegalizada, porque fue plenamente legal y luego se descubrió que producía mucha adicción. Pero en el fondo, ¿qué diferencia hay desde este punto de vista con el uso de drogas legales, recetadas por médicos? Por supuesto, hay algunas diferencias y sin duda la adicción que producen las drogas médicas no es tan inmediata ni tan brutal. Pero el problema es que es muy difícil prever los efectos adictivos a largo plazo de substancias que tienen un efecto "feel good", que le hacen sentirse a uno mejor... artificialmente.

¿Cómo se sabe el efecto adictivo de substancias que una persona toma desde los 6 años y que tienen un efecto artificial sobre su estado de ánimo, que le hacen sentir mejor de lo que quizás debería sentirse en relación a lo que realmente acontece en su vida? ¿Qué sabemos de los efectos a largo plazo de esa muleta química que actúa sobre sus sentimientos a lo largo de su desarrollo, presente como una sombra a lo largo de su vida?

Se puede decir, y es lo que leemos a menudo, que "bien usadas" no crean adicción. Sin embargo, en realidad no hay estudios longitudinales fiables a lo largo de muchos años, de modo que lo que se hace es simplemente extrapolar observaciones a corto plazo. Y teniendo en cuenta que vivimos en un mundo multiadictivo, en el que quien más quien menos es adicto a algo, si somos capaces de ser adictos al smartphone o a la computadora, incluso a la coca-cola, es una ingenuidad (o una mentira interesada) pensar que esas pastillas que te hacen sentir mejor no van a tener efectos adictivos a largo plazo sobre un número significativo de personas, personas que se van a acostumbrar a ese suplemento para que los avatares de la vida cotidiana, con sus tristezas inevitables, les resulten soportables.  Y el problema es que el umbral de lo insoportable, la cantidad de malestar, discordancia, inquietud, angustia, inadecuación, frustración, etc. que puedan soportar, disminuirá significativamente, eliminando a  largo plazo sus recursos propios para tratarlos.

Entonces, ¿cuál es esta guerra que libran los niños en las escuelas, guerra en la que muchos de ellos tienen que recurrir, por prescripción médica, a tomar substancias psicoestimulantes? Es difícil saber la que cada uno de ellos libra por separado, la más íntima, pero hay una más general en la que, sin darse cuenta, todos participas. Es la guerra contra un malestar que, paradójicamente, se hace más insoportable a medida que la exigencia del bienestar, del "estar bien", del ser como el estándar, de triunfar en el futuro, se hacen mayores. A medida que las carencias, deficiencias, las insuficiencias que constituyen algo esencial en la vida del ser humano respecto de sus aspiraciones, se vuelven más insoportables. Insoportables para los padres, que quieren niños "normales", pero que se imaginan que un niño normal es un niño sin problemas, que quieren soluciones rápidas porque no tienen tiempo para ellos, y mucho menos para aguantar sus inquietudes. Padres que ya no tienen tiempo para palabras, no tienen tiempo para dar tiempo a sus hijos, y niños que, en consecuencia, ya no creen en las palabras de sus padres ni tienen tiempo para escucharlos cuando les hablan.



A medida que la palabra pierde fuerza en la lucha humana contra el malestar, las pastillas la sustituyen. Pero lo que muchos padres no ven, es que las pastillas acaban sustituyéndolos a ellos mismos. Y entonces, eso que se creía que era un arma contra el malestar, se torna fuego amigo.

Hace poco, en un CSMIJ (Centro de Salud Mental para niños y adolescentes) me contaban un caso muy interesante, incluso bello. Unos padres habían recurrido – por prescripción facultativa, claro – al Ritalin para una hija "demasiado inquieta". Los padres, la madre en particular, se quejaba de que la relación entre ella y su hija era distante, fría, las palabras de ella no tenían ningún efecto. En este caso hubo suerte porque el efecto secundario del Ritaline fue que la chica empezó a tener síntomas de anorexia, porque esa medicación quita el hambre. Eso fue un buen argumento para retirarlo. Y con el apoyo de la psicóloga del centro, se produjo algo inesperado: la palabra de la madre empezó a contar para su hija. Pero era, ante todo, porque la madre entendió que en cierto momento había sido ella quien había puesto aquellas pastillas en lugar de sus palabras. La madre le dio las gracias a la psicóloga por haberle restituido la relación con su hija.

Eso no significa que las pastillas estén siempre mal. Pero es una locura pensar que sería normal que un 10 % de los niños tuvieran que tomarlas. Si esto ocurre, los adultos tenemos que pensar en qué guerra de las nuestras hemos puestos a los niños y a los jóvenes. Las pastillas pueden ser necesarias, pero incluso cuando lo son, que es en muchos menos casos de los que se suele decir, deben ir acompañadas de lo más esencial, que es él vinculo entre los adultos y los niños o los jóvenes, que pasa por la palabra y por el cuerpo, por la presencia, por un estar ahí, plenamente. Que implica la responsabilidad de trasmitir que el deseo debe tener alguna ley, una ley que no debe ser impuesta, sino que cada uno debe inventarla a partir de lo que recibe como legado. Que implica la responsabilidad de proteger a los menores de nuestros ideales, muchas veces demasiado exigentes, protegerlos del peso que supone para los hijos cumplir las expectativas narcisistas de los padres y las expectativas delirantes de un sistema social que está enfermo; pero que, en vez de hacer algo para curarse él mismo, o para ser un poco menos enfermo, pretende que una cantidad inmensa de personas sea declarada enferma, anormal, insuficiente, y forzada a "sentirse bien" con "feel good chemicals".

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