jueves, 23 de abril de 2015

¿Qué autoridad hoy?

Intervención en la jornadas del CIIMU, "Familias del siglo XXI: renovarse o morir", Barcelona, 22 de abril 2015

(Se trata de mis notas, no leídas íntegramente)

¿Hay alguna forma de autoridad que se pueda pensar para los tiempos que corren y que no trate de volver a formas propias de otra época, para siempre perdidas?

La autoridad a la que estábamos acostumbrados corresponde a un marco de referencia ya antiguo, en el que la cultura, la civilización, proponían al individuo renuncias, más o menos fuertes – que podemos llamar englobar bajo el término represión – a sus formas de satisfacción más inmediatas, y ello con la promesa de satisfacciones futuras, más sublimadas, conformes a determinados ideales. Dicho sea de paso, su cumplimiento fue siempre relativo y a veces puramente nominal – como dijo El Roto: "hay gente con mucha moral, la tienen doble".

Está claro que en la actualidad dichos ideales, que dependían de relatos ya obsoletos, difícilmente se sostienen. Resulta pues imposible pedir a nadie ningún tipo de renuncia apelando a ellos. Hoy día, todo aquél que trata de situarse en o hablar desde algún lugar de autoridad (padres, médico, psicólogo, trabajador social, educadores) se enfrenta a todo un sistema, a un nuevo funcionamiento social, con el que es muy difícil, en realidad imposible, competir.

¿Por qué? Porque todo ese funcionamiento ya no se basa en la represión, sino en lo que Foucault llamó biopolítica, que consiste en buscar efectos de conformidad en los individuos produciendo un nuevo tipo de subjetividad, subjetividad en la que, por otra parte, el cuerpo ocupa un lugar central. Desde el psicoanálisis, podríamos añadir que se trata ahora, no de reprimir, sino de usar las formas de satisfacción del sujeto, influir en ellas, encaminarlas. Así, del mismo modo que se ha hablado de "capitalismo cognitivo", refiriéndose al hecho de que lo que se produce fundamentalmente es pensamiento, el cual se convierte ya en la principal mercancía, nosotros podríamos decir que se trata más bien de un "capitalismo pulsional". Esto en la medida en que se trata de enganchar a los individuos a dispositivos que se conectan directamente con sus formas de gozar, a través de lo que estas tienen de colectivizable, influenciable, aunque sea a un nivel forzosamente superficial y degradado– y esto mediante la tecnología de la red o la del espectáculo. El ciudadano modelo de este sistema es cierto tipo de "adicto light", preocupado constantemente por maximizar su goce en una competencia generalizada por una mayor satisfacción.

Este tipo de funcionamiento se basa en gran medida en producir ofertas atractivas, por lo común de satisfacciones inmediatas. También hay otras diferidas, pero siempre con la promesa de maximizar la satisfacción y minimizar las pérdidas, los sacrificios. De este modo se genera una conformidad que en el fondo es mucho más eficaz que la resultante de un sistema represivo – éste tarde o temprano suscita la rebelión. En efecto, el sistema actual es experto en formular las ofertas necesarias para orientar el deseo de los individuos, para atrapar dicho deseo proponiéndole objetos y funcionamientos inmediatos.  Así queda fuera de juego cualquier discurso que proponga una renuncia de la clase que sea.

Hablemos ahora de algo que ha tenido un lugar importante en las formas tradicionales de autoridad: el saber. El saber, algo en cuyo nombre se había ejercido por mucho tiempo la autoridad, es ahora inmediatamente accesible, al alcance de todos – Google. El maestro, el médico, el psicólogo, quedan rápidamente confrontados a saberes que circulan por una red mundial virtualmente infinita. Si el profesional en cuestión no verifica un diagnóstico, si no proporciona la respuesta esperada (TDA, Autismo, Bipolaridad), queda fuera de juego: enseguida se puede buscar un sustituto que satisfaga las expectativas previas, en un amplio mercado de saberes prêt-à-porter. Todo ello con referencias abundantes a un discurso de la ciencia (nada que ver con la ciencia de verdad) que cada uno puede usar para dar forma conveniente a sus expectativas y prejuicios. Se podría formular un teorema: pienses lo que pienses, siempre puedes encontrar una versión "científica" (falsamente científica) de lo que piensas.

Ante esto, no tiene ningún sentido esperar una vuelta nostálgica a formas de la autoridad anteriores. Tampoco podemos idealizarlas, porque en su día nosotros mismos denunciábamos los síntomas que generaban, en lo social y en cada uno, caso por caso. Ni se trata de competir con el discurso corriente, de entrar en el mismo juego de seducción, formulando ofertas más atractivas dentro de la misma lógica del mercado.

Al contrario, tenemos que asumir plenamente esta nueva lógica, para darle la vuelta: no hay ninguna autoridad preestablecida, entonces habrá que producirla en cada caso. Todo saber que quiera dar respuestas estándar, válidas para todos, en nombre de cualquier saber establecido, es un engaño. Por ejemplo, la pasión por los diagnósticos y las clasificaciones oculta que en realidad dicen muy poco, predicen muy poco, son cúmulos de suposiciones, etiquetas, pero aportan un muy escaso saber efectivo.

Fundar una nueva forma de autoridad implica entonces una tarea de denuncia en dos frentes: 1) por un lado, mostrar el carácter sucedáneo de las satisfacciones que promete el discurso de la maximización del goce, mostrar también los síntomas – adicciones, depresión, etc. – con los que este tipo de funcionamiento está relacionado, las exigencias brutales que se esconden bajo sus fórmulas publicitarias; 2) por otro lado, mostrar la vacuidad de las formas de saber prefabricado, de las fórmulas para todo uso que ofrece y que no dicen nada esencial, denunciar las categorías clasificatorias y de evaluación constante con las que se simplifica la vida y se mata lo singular, lo inclasificable de cada uno.

Se tratará pues de aceptar el reto de fundamentar en cada momento, en cada situación, en cada caso, ante cada problema, una autoridad profundamente democrática, que sólo puede resultar de la conversación, del encuentro. Esta autoridad no se atribuye a priori un saber, sino que apuesta por un saber a construir en un debate que empieza por la constatación compartida de lo más real. Y lo más real es precisamente que no hay garantía, que el saber es siempre tentativo, no lo dice todo. Que el que verdaderamente importa está siempre por inventar.

Sin duda, también, ejercer cierta autoridad presupone situar alguna forma de ideal. En primer lugar, debemos preguntarnos qué tipo de ideales serían sostenible en el momento actual. Se trataría de pensar en un ideal que no se presente como un todo, como sin falla. Por otra parte, el que debe hacerse cargo de una posición de autoridad nunca debe confundirse con ese ideal que él sostiene y promueve. Jamás debe ponerse como ejemplo.

Al contrario, de lo que se trata es de testimoniar de que los ideales no se dan por supuestos, sino que constituyen una necesidad ética, implican por lo tanto una lucha, colectiva y de cada uno. No se trata de ocultar la dificultad que supone para cada cual acercarse a ellos. Este tipo de autoridad tiene que hablar en nombre propio, desde la singularidad, pero no desde el narcisismo, dejando ver su propia parte en aquello que en verdad nos es común a todos: la gran diversidad de modos de la falta que constituyen el patrimonio de la humanidad.

Quizás la única forma posible de sostener hoy día una autoridad es trasmitir un deseo.

Referencias:

Sigmund Freud, "El malestar en la cultura", Obras completas, Biblioteca Nueva.
Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica, Fondo de Cultura Económica.
Jacques-Alain Miller, "Una fantasía" (conferencia en Comandatuba) http://goo.gl/ZZRO15

martes, 21 de abril de 2015

Lo que pasa en las escuelas... y en otros lugares

Trincheras en la guerra del malestar en la cultura


Como comentaba ayer, siempre tenemos que ser cautos sobre las consecuencias a extraer de un incidente. Y, sin embargo, todo incidente se inscribe también en un marco general, algo que muchas veces les cuesta ver aún más a quienes están directamente concernidos por lo sucedido. De modo que estamos obligados a pensar y a encontrar vías posibles de interpretación. La verdadera prudencia tiene en cuenta ambas exigencias al mismo tiempo, no sólo la primera.

Ahora tenemos que dejar tranquilos a los profesores, alumnos y padres del Jaume Fuster, también a ese chico enfermo, protegerlos a todos sobre del acoso de los medios, porque necesitan su tiempo para elaborar eso tan terriblemente traumático. Y mientras, los demás tenemos que pensar, y mucho, en la escuela hoy. En lo que hacemos, o no hacemos, por ella. Todos.

Algunos comentarios que se han publicado hoy resaltan con mucha razón la pobreza de medios que afecta a las escuelas y los institutos, la presión con la que tienen que lidiar cotidianamente los profesores, un nivel de agresividad mucho mayor que en otras épocas, falta de reconocimiento por parte de ciertos alumnos y de no pocas familias...

Todo lo cual contribuye a aumentar la conflictividad, que no necesariamente se traduce siempre en actos violentos, pero ahí está, modifica algo de ese lugar fundamental en la vida de los jóvenes, lo tiñe de matices que a veces, de tanto que nos acostumbramos a todo, ya nos cuesta percibir. Pero las personas con dificultades importantes sí lo perciben, porque no tienen con qué filtrar eso, con qué protegerse, cómo no verse arrastrados por fuerzas que a los demás les pueden parecer leves pero que para ellos se convierten en muy poderosas.

Es indiscutible que toda una serie de figuras que tuvieron hasta hace poco mucho más reconocimiento social como transmisoras de un modelo de vida y de valores – entre ellas los maestros y los profesores – han sufrido en primera línea la caída de los ideales que representan. Y un síntoma de esta caída, constatada también en otros países de nuestro entorno, ha sido el aumento de muestras de falta de respeto, a veces leves pero repetidas, a veces graves, y también, de vez en cuanto, agresiones. Personalmente he recibido más de una vez el testimonio de profesores agredidos, no sólo por algún alumno, sino también, lo que es mucho más significativo, por parte de familias de algún alumno.

No digo que el caso de ayer sea un ejemplo directo de esto último. En absoluto. Incluso a cierto nivel puede ser un ejemplo de lo contrario. Me refiero a un cierto ambiente discursivo, general, en el que el maestro ya no es tanto, de entrada, una figura prestigiada, incluso reverenciada, sino alguien que puede ser vagamente percibido, en ocasiones, como un representante de una sociedad hostil. Y de esto no tienen culpa los maestros, sino lo que un modelo de sociedad hace, cada vez más, con la escuela. Un lugar de mucha presión evaluadora y de mucho fracaso. Fracasos en estadísticas, que vistos de lejos sólo parecen números, pero que vistos de cerca determinan mucho la vida de personas concretas, una a una. Un lugar donde integración y exclusión (en el grupo, en la sociedad) están a veces muy cerca, son una línea sutil que para algunos se convierte en precipicio subjetivo.

La escuela no es un lugar neutro, un dispositivo dispensador de conocimientos para preparar al niño o al joven para "su futuro laboral" – aunque muchos piensan que es eso... sobre todo cuando se trata de la escuela a la que van los hijos de los demás. La escuela es una institución y una institución profundamente política, en la que se transmiten muchas cosas. La imagen descafeinada que se quiere dar de ella es una trampa. Y cuando se la vacía de contenido, cuando se le quitan recursos, eso ya es en sí mismo, más allá de lo coyuntural de la crisis, una forma de concebirla y de transformarla en profundidad. Vaciar de contenido la escuela y empobrecerla es, de hecho, convertirla en un lugar donde no sólo se prepara, sino que se reproduce, esa guerra social "light" eufemísticamente llamada "competencia", cuya única regulación – ¡y falsa! – es el Dios mercado.

A pesar de todas estas condiciones adversas, a pesar de los efectos destructivos de la racionalidad neoliberal a nivel general y específicamente en la escuela y contra la escuela, los profesores hacen por lo general todo lo que pueden y más, como lo demuestran muchos ejemplos admirables. La suya sigue siendo una profesión muy vocacional, que tiene todavía más mérito por las condiciones aún más adversas en las que se tiene que ejercer hoy día.

No cabe duda de que nunca podremos evitar que se produzcan hechos aislados, porque el ser humano es imprevisible. Pero la dignificación de la escuela, el reconocimiento de su papel fundamental, la dotación de medios para que los profesores y otros profesionales puedan dedicarse mucho más a los alumnos y a pensar en su labor,  no sólo a evaluar y a ser evaluados, sí pueden contribuir a que haya menos posibilidades, no sólo de que ocurran este tipo de incidentes gravísimos, sino una multitud de hechos menos llamativos pero importantes que ocurren mucho más a menudo. Y que constituyen un caldo de cultivo.

Más todavía que lo que en ella se evalúa (con o sin informe PISA), en una escuela es importante lo que se dice, la cultura que se crea – en gran parte para contrarrestar muchas cosas que la rodean – también la que corre por los pasillos y se pone en acto en el recreo, la atención a las palabras y los gestos, también el lugar que los padres dan a la escuela en su vida y en sus conversaciones, el lugar que se puede conseguir dar entre todos a la diferencia, a las crisis de los jóvenes, a las que hay que poder prestar toda la atención. Digo hay que poder, porque obviamente eso son condiciones que los profesores no pueden crear ni favorecer ellos solos.

lunes, 20 de abril de 2015

Muerte en la escuela, odio en el mundo

Reflexiones provisionales sobre lo ocurrido en el Institut Joan Fuster de La Sagrera (Barcelona)


Es muy pronto para saber con algo más de detalle lo ocurrido hoy en el Institut Jaume Fuster. De momento, poco más podemos hacer que lamentar enormemente la muerte de un profesor, alguien que, al parecer, quiso estar a la altura de su responsabilidad como tal. Y por ello merece nuestro respeto, nuestro recuerdo.

Pero algunas de las cosas que han trascendido o se han comentado nos dan ya materia para la reflexión. Reflexión provisional, por supuesto, que seré el primero en retirar si los nuevos datos desmienten lo que por ahora parece.

No caben demasiadas dudas acerca de un hecho: el menor que ha cometido esos horribles actos es una persona enferma – casi con toda seguridad. Pero aun así, la enfermedad mental no explica ella sola todos los detalles de lo ocurrido. De hecho, aunque nos cueste reconocerlo, ni siquiera los delirios más enfermizos que pueda concebir un ser humano son del todo independientes de lo que le rodea: el mundo en sus más diversas manifestaciones, el mismo mundo del que formamos parte todos.

Un titular destacaba una relación que a más de uno se le habrá ocurrido establecer: “Quince años después de Columbine”. Seguramente, la primera reacción que casi todos tendríamos ante una comparación así sería de rechazo, porque parece demasiado arriesgado relacionar un solo acontecimiento, aislado, con lo que en otros lugares, como en EE.UU, son acontecimientos bastante más frecuentes, que enseguida relacionamos con una cultura de las armas y una sociedad que consideramos más violenta.

Y sin embargo... no podemos evitar quedarnos pensativos. Sobre todo cuando nos llegan ciertos comentarios, como el de que ese chico tenía una obsesión reconocida por las armas, había manifestado que quería matar a profesores y a otras personas en la escuela, había grabado un símbolo nazi en su pupitre, confeccionaba distintas listas negras... listas cuya finalidad ha quedado al fin aclarada, tristemente.

Uno se pregunta: ¿por qué cuesta tanto admitir la seriedad de este tipo de comentarios? ¿Qué hace que un discurso tan cargado de odio no llame lo suficientemente la atención como para que los profesores o la dirección sean alertados y estos a su vez se pongan en contacto con la familia, de modo que se puedan tomar algunas medidas sencillas, por ejemplo alejar a esa persona de las armas? ¿Acaso algo de esto se ha normalizado, sin que nos hayamos dado cuenta, porque vivimos sumergidos en una cacofonía constante de insultos, descalificaciones, amenazas y manifestaciones de odio, hasta tal punto que esos comentarios terribles le pueden parecer, a quien los escucha de paso, una versión un poco subida de tono – propia de un adolescente irritado – de lo que constituye la música de fondo del planeta?

No puedo dejar de pensar ahora, no ya en Columbine, sino en los avisos que dio, a alguna persona de su entorno, el copiloto que recientemente estrelló su avión, con otras 149 personas a bordo: iba a hacer algo por lo que sería recordado – y el tono de sus amenazas fue lo suficientemente serio como para que la que había sido su novia se alejara con temor.


Es cierto: resulta demasiado fácil ver estas cosas de lejos, juzgar a toro pasado. Pero no se trata de juzgar a personas concretas, sino de pensar en cierta sordera de la que podemos ser víctimas frente a las manifestaciones del odio. Sordera de la que por otra parte son – somos – más responsables los que por motivos profesionales, o familiares, tienen – tenemos – la responsabilidad de tomarse muy en serio ciertas palabras en el momento en que son pronunciadas o escritas.

¡Cuánto cuesta tomarse en serio las palabras hoy día! En todo caso, nadie debe llevarse a engaño: quien dice algo así – lo diga en Facebook, a sus compañeros de clase, a su novia, en el bar, donde sea o como sea – está pidiendo, a gritos, aunque él mismo no lo sepa, que alguien lo pare. Que le quiten los machetes de su vista, que lo lleven al médico, que le quiten el avión de debajo de los pies y los mandos de piloto de las manos. Si lo hacemos, tendrá quizás la oportunidad de encontrar otra salida, menos dolorosa.

No hay que hacer oídos sordos.