viernes, 31 de mayo de 2013

Neoizquierda, Neoderecha, Neoliberalismo... viejo problema

A propósito del libro de Laval y Dardot, La nueva razón del mundo, ensayo sobre la racionalidad neoliberal, Ed. Gedisa, 2013.

A menudo comprobamos que en la actualidad en política se imponen cosas condicionadas por factores y tendencias de larga evolución, por cambios que, como escribió Lacan ("Kant con Sade", en Escritos, Siglo XXI), "caminan cien años en las profundidades del gusto". Hablar del gusto (las preferencias, lo que gusta en una época, lo que es o no es de buen tono, lo que se impone) puede parecer banal tratándose de política, pero ya no nos suena tan raro si empleamos una expresión más actual: estilos de vida.

Me explico: hay cuestiones políticas en las que inciden ideas que van incluso más allá de lo que entendemos por ideologías. Las ideologías son importantes, por supuesto, siguen teniendo su impacto en política. Sin embargo, lo que resulta más chocante es que en toda una serie de cuestiones fundamentales, la división izquierda/derecha se ha vuelto irrelevante. Y estas cuestiones son fundamentales, precisamente, porque acaban imponiéndose y teniendo efectos políticos profundos, que pueden acabar haciendo inoperantes los discursos mejor intencionados y que ideológicamente parecen intachables.

El libro de Laval y Dardot

El interés (o uno de los intereses) del libro de Christian Laval y Pierre Dardot reside en que nos permite situar uno de los debates más actuales en una perspectiva, no ya de cien años, sino de muchos más, y así constituye una orientación que permite interpretar fórmulas, discursos, incluso estribillos que suenan constantemente en los medios de comunicación: liberalismo, mecanismo de los precios, libre competencia... incluso fórmulas como la que hoy mismo se puede leer en los diarios en el reproche que cierto político alemán blande contra Hollande, cuando le dice que Francia necesita, no una "economía socialista" (!) sino una "economía social de mercado".

Leed La Nueva razón y veréis que la tan manida "economía social de mercado" tiene un origen preciso, no es para nada inocente y está cargada de presupuestos nefastos, aunque por desgracia fue asumida en su día también por la supuesta izquierda alemana, que llegó a "reivindicarla".

Más en general, Laval y Dardot plantean, de un modo conciso y preciso, que lo que está en juego no es tanto una ideología como una racionalidad, que acaba imponiéndose a las diferencias ideológicas. Porque, finalmente, lo tremendo de esa idiotez de la "economía socialista"(¿no os suena al "Obama socialista" según el Tea Party?) es que pone de relieve todo lo contrario de lo que pretende decir: y es que el Partido Socialista francés, como el español, no tiene nada de socialista, ni siquiera de socialdemócrata si por ello entendemos lo que fue la socialdemocracia como corriente política que se enfrentó a los excesos de los gobiernos liberales anteriores a las Guerras Mundiales y a los desastres por ellos producidos.

Una de las ventajas de los partidos políticos de inspiración neoliberal es que no tienen complejos de ninguna clase, ya que son coherentes con un ideario que se adapta a las mil maravillas, sin apenas contradicciones, a una racionalidad que ha invadido el mundo progresivamente y que sigue sin verdaderas alternativas, al menos en el plano de lo que es el escenario central de la política en las democracias parlamentarias.

El liberalismo empezó hace mucho como una consecuencia del discurso de la ciencia (y su compañera de viaje, la técnica) en la política. En un mundo que empezaba a cuestionar (a diferentes velocidades, por supuesto, y con España en el furgón de cola, por así decir) las viejas formas de autoridad política y religiosa, empezaron a competir nuevas formas de definir la soberanía con discursos que de un modo más o menos abierto, directo o indirecto, las cuestionaban. Si la autoridad no es algo que emana de Dios y a continuación pasa al monarca (o al "caudillo", como no olvidó recordarnos en las monedas de peseta Franco, que lo fue "por la gracia de Dios", y no fue rey porque no podía).... ¿cuál sería la fuente de autoridad que luego se concreta en cada acto particular de gobierno, desde las grandes leyes hasta el menor de los decretos?

Caudillo... por la Gracia de Dios

Los esfuerzos de pensadores como Rousseau para pensar en un contrato social posible a partir de la idea de una igualdad original entre los hombres (según él, lo que habría que explicar es por qué ha llegado a existir la desigualdad), los esfuerzos también de los revolucionarios franceses por fundar una soberanía colectiva con el nombre de Nación, encontraron enseguida una alternativa "pragmática", sobre todo en pensadores anglosajones, entre los que se destacó Jeremy Bentham. Éste, por cierto, que fue nombrado ciudadano francés a título honorífico por los revolucionarios, no dudó en proponer cambios en la constitución francesa, porque a su modo de ver, la idea de soberanía popular planteaba un problema.

En efecto, Bentham quiso ser el Newton de la política (más exactamente, del "mundo moral"), lo cual suponía renunciar, denunciándolo como falacia, a todo aquello que no tuviera una base científica incuestionable. Y según él, los deseos, los intereses individuales, son la única base real, material, sobre la que toda política debe fundarse. Todo ello a partir de la idea de que una política debe tender a coincidir, a confundirse si es posible, con un puro cálculo. De ahí su fórmula, de acuerdo con la cual el gobierno debería consistir en buscar la mayor felicidad (y menor infelicidad) para el mayor número... pero sin perder de vista que la base de la felicidad es la consecución de objetivos que son individuales y necesariamente egoístas, ya que el interés colectivo, por definición no puede existir. No hay cuerpo colectivo real que le dé a la sociedad una existencia efectiva.

Bentham, como otros pensadores liberales, trata de encontrar un equilibrio, alguna forma de restituir alguna forma de Otro, o sea, también, alguna forma de nosotros. Lo hace también, en particular, Locke, quien advirtió el riesgo de la absolutización del principio de propiedad privada, que se derivaba lógicamente, por otra parte, de los principios liberales. Otros, más coherentes en el fondo, llevaron esos principios cientifistas a su expresión más radical, como Herbert Spencer, que inventó un "darwinismo social" que al primero que no convenció... fue al propio Darwin. Spencer, lamentablemente, es la inspiración inconfesada (quizás inconsciente en algunos casos) de políticos que salen en prensa y en televisión... Su ideario se resume en que por el bien de la "especie humana" debe ganar el más fuerte, el más apto (the fittest).

Spencer: la "ciencia" como excusa 

Lacan, apoyándose en Koyré por un lado y en Marx por otro, nos invita a considerar la profundidad del impacto de una alianza que no tiene nada de coyuntural: la del discurso de la ciencia con el capitalismo. Su efecto de disolución corroe necesariamente cualquier expresión de lo social, ya que sustituye toda forma de Otro por la (sólo) aparente neutralidad del cálculo. La mayor parte de las cosas que hoy día se nos imponen en política provienen de falsas ciencias, de cálculos falaciosos, que conducen a racionalizaciones presentadas como indiscutibles, sin alternativa. Los números hablan por sí solos, y esta idea se traduce en un sinnúmero de prácticas cotidianas que acompañan sutilmente a las formas actuales de gobernar.

Tras estas ideas "científicas" se esconde la negación de la política, mediante la sustitución del gobierno por la "gobernanza" (palabra tan cara a nuestro Felipe González y amigos suyos como Berggruen), la concepción de la colectividad política en términos de "empresa", la sustitución del ciudadano por el "emprendedor" (término adorado por Toni Blair), el paciente por el "cliente"... y una práctica universal de la medición, de la estadística, de la epidemiología... en torno a un término, un significante amo, diría Lacan, que invade todos los aspectos de la vida personal y colectiva del sujeto posmoderno: la "evaluación".

Lo que se pretende es "hacer que el alma vomite cifras, decía en una expresión luminosa Jacques-Alain Miller, coautor de un libro imprescindible: ¿Desea usted ser evaluado? (Miguel Gómez Ediciones, 2004).

En cuanto a Laval y Dardot, además de un análisis histórico de las raíces del liberalismo y la especificidad de su forma "neo",  sitúan igualmente la importancia y las consecuencias concretas de las operaciones discursivas que, como la evaluación, contaminan el ideario y las prácticas de los partidos más influyentes en la izquierda y en la derecha. Ideario y prácticas que, y eso es más grave, definen las coordenadas de una forma de percibir la realidad de la que resulta muy difícil sustraerse para todo sujeto de nuestra época. En este punto, ellos apuestan por una elaboración que participa tanto de la noción de sujeto tomada de Lacan como del análisis de la gobernanza planteada por Foucault en sus pioneros análisis del neoliberalismo.

¿Que tiene de neo el neoliberalismo? Que renunció definitivamente a todo intento de restituir el "nosotros" de un interés colectivo, de un pacto general, sustituyéndolo por un autoritarismo a-democrático, incluso antidemocrático cuando es preciso. Empezó con las bienintencionadas ideas de un Walter Lippmann, que consideraba que las élites de expertos debían de sustituir, en las decisiones verdaderamente importantes, a un pueblo siempre fácil de engañar y que no sabe que su destino ineludible es adaptarse al capitalismo y a sus necesidades como sea, porque por las malas va a ser peor. Luego vendrían otros más decididamente autoritarios, que son los que ahora imperan... en nombre de la ciencia, empezando por la que todavía osan llamar ciencia económica.

A Hayeck le encantaba Pinochet

El cientifismo inunda nuestro mundo de metáforas que cambian la forma en que nos vemos, la forma en que nos conducimos, la forma en que nos gobernamos y nos dejamos gobernar. Son metáforas que no se presentan como tales, ya que pretender decir lo que es "real". Pero no son menos falsas que las "falacias" que el propio Bentham, con su cientifismo radical, se impuso erradicar en su cruzada contra el imperio de la mentira en lo político y en lo jurídico.

Esas metáforas van adoptando nuevas formas, que se presentan cada vez como "modernas", pero que responden a principios que empiezan a ser muy viejos. Hay en todo esto algo de ya momificado y momificante, si se me permite la expresión...

De hecho, el cientifismo entusiástico de Bentham lo llevó a donar su cuerpo a la ciencia en un testamento escrito cuando tenía.... 22 años. No sin reservarse el uso póstumo de su esqueleto y de su cabeza momificada para crear lo que llamó un auto-icono, con el que quería seguir presidiendo post-mortem las reuniones de sus adeptos benthamitas.

Ante ustedes.... Jeremy Bentham (Wikipedia)

Por desgracia, la momificación intentada no salió bien, y el cráneo (real) de Bentham fue recubierto con una efigie de cera, que nos contempla con sus ojos muertos desde la vitrina en la que "reside" el padre del utilitaritarismo, o lo que queda de él, con domicilio en el University College of London. Por cierto, pueden ustedes visitarlo en alta resolución, en versión rotable a 360 grados, haciendo click aquí.



miércoles, 22 de mayo de 2013

La psiquiatría que viene: la biología como destino

El culebrón del parto doloroso e interminable del DSM5, que ha suscitado vivas reacciones, guerras intestinas, descalificaciones por parte del responsable del DSM IV (Allen Frances), manifiestos en contra por parte de psicólogos clínicos, psiquiatras y psicoanalistas, anuncia el final de una época -- se veía venir. En estos términos, "final de una época", analiza Éric Laurent cómo hemos llegado hasta aquí y qué se abre ante nosotros, en su excelente artículo publicado recientemente online en Lacan Quotidien.

Tras unos cuantos años de DSM que han conseguido "convertir" en enfermos supuestos a porcentajes inauditos de la población mundial (decidiendo, mediante criterios cuantitativos arbitarios, cosas como qué es una sexualidad sana o una forma normal de hacer el duelo por la muerte de un ser querido), la psiquiatría biológica más dura, aliada con la neurociencia y la genética, dice basta y ya está trabajando para poner fin a semejante desorden. Pero para instaurar algo mucho peor.

Según ellos, hace falta algo más seguro. Se trata de reintegrar definitivamente la psiquiatría en la medicina, considerando todas las entidades clínicas como enfermedades, puras y simples, en el sentido biológico más estricto, y usar para su diagnóstico "marcadores biológicos" y otros recursos, como la neuroimagen y los estudios genéticos. Así, en un futuro más cercano de lo que se cree, el psiquiatra ya no tendrá que hacer preguntas: se limitará a pedir análisis y a solicitar otras pruebas "objetivas".

Tu foto de DNI... ¡en un futuro próximo! 

Mucho más lejos que la "solución de las enfermedades mentales"

Tras el fin en el discurso político de algunas utopías a cuyo final hemos podido ir asistiendo, con los balances que conocemos (y el nazismo fue una de ellas, al fin y al cabo), toca ahora el turno a una utopía cientifista que se propone, nada más y nada menos, la solución definitiva de todos los problemas de la humanidad. Sí, todos. Dice el Dr. Belmonte, presidente de la International Brain Research Organization (IBRO): "en la actualidad existe una percepción equivocada y es la de separar las enfermedades neurodegenerativas -- como el alzheimer y el parkinson, entre otras -- de las psiquiátricas, que también son del cerebro". Según él, estas enfermedades afectan al 10 % "de la humanidad". Su objetivo está claro: "la solución de las enfermedades mentales es uno de los grandes objetivos de la neurociencia..." Y añade, por si esto fuera poco: "... pero hay que ir mucho más lejos".

Hay que tomarse muy en serio este "mucho más lejos", en efecto, ya que se trata de un discurso totalitario que pretende inmiscuirse en todos los aspectos de la vida individual y colectiva: "La neurociencia ha cobrado mucha importancia en la actualidad porque todos nuestros hábitos de vida y valores sociales dependen del cerebro. Eso es lo que nos hace humanos. Cada vez hay más conocimiento de cómo aprendemos, la causa de la violencia, los fundamentos biológicos de determinados comportamientos. Y todos gracias a la neurociencia".

Se trata, entonces, de una utopía biopolítica, por usar el término introducido por Michel Foucault, de gran alcance: un verdadero delirio que disputa a la religión (aunque compartiéndola con ella en ocasiones) la ambición de hablar en nombre del Todo.

La nueva referencia intelectual

Un cambio sísmico... pero lento

En la revista Forbes, que como se sabe es una publicación de un prestigio intelectual indiscutible y que se ocupa de cosas tan fundamentales como establecer el ranking mundial de ricos, dicen estar bien informados. Hablan de que se prepara un "cambio sísmico", por el que parecen frotarse las manos, porque sin duda supondrá grandes posibilidades de negocio... Pero nos tranquilizan: la cosa ocurrirá lentamente. Quizás, piensa uno, para que ocurra como con las políticas económicas nefastas que padecemos: su introducción paulatina evita la "alarma social" y favorece la pasividad de la población -- en este caso hay que incluir en este apartado a los profesionales de la salud mental y los médicos, naturalmente.

En el National Institute of Mental Health de los EE. UU. hablan de un periodo de investigación de diez años hasta que esto tenga un impacto visible en las prácticas corrientes de diagnóstico y la elaboración de nuevos manuales. Pero diez años pasan volando, y por otra parte sabemos por experiencia que resultados parciales de este programa tendrán una incidencia clara mucho antes de esa fecha estimada.


¿En que consiste el programa de investigación impulsado por el NIMH? Lo que pretende es cortar con toda la clínica psiquiátrica anterior, incluyendo los restos que todavía tenían su cabida en la maraña del sistema DSM. Su objetivo es aplicar los mismos métodos que han dado resultado para el cáncer y otras enfermedades.

Curiosamente, en la justificación de esta iniciativa, el NIMH reconoce que no se han encontrado genes específicos para las enfermedades psiquiátricas reconocidas como tales, y que los factores genéticos de riesgo conocidos son difusos. Pero esto no lleva a los promotores del programa a cuestionar la validez de su biologismo radical.  Muy al contrario, se proponen volver a edificar la psiquiatría a partir de datos supuestamente objetivos, ya que, según ellos, podría no tener relevancia que los síntomas que aparecen en un caso dado correspondan a lo que la psiquiatría clásica consideraba una esquizofrenia, una paranoia o un trastorno bipolar. Los síntomas no importan porque son demasiado "subjetivos".

Consecuencias

¿Qué consecuencias tendrá esto en la vida de las personas? ¿Qué repercusiones en la forma de percibir los malestares subjetivos y tratarlos? Enormes, no cabe duda. Y muy peligrosas. La perspectiva que se abre hace pensar en lo que en los años 70 eran temas del género terror-ficción, que poco a poco se van convirtiendo en una normalidad que se tiende a asumir con una conformidad creciente.

En todo caso no perdamos de vista lo esencial: lo que está en juego es un ataque a la libertad humana en sus formas más irreductibles, que son precisamente las de los síntomas y malestares psíquicos. Es un intento de acabar con lo que queda del sujeto, y en particular con aquello de él que todavía resiste a las tentativas de objetivación y de cosificación por parte de un discurso cientifista.  Éste último -- y esto no nos sorprende -- tiene sus más poderosos aliados entre las grandes corporaciones biomédicas... pero también, no hay que olvidarlo, en iniciativas como el  programa BRAIN, recientemente anunciado a bombo y platillo por el Presidente Obama, y que, según sus esperanzas, "aportará descubrimientos científicos fundamentales para la salud humana y para el entendimiento humano" (la amplitud y la ambigüedad del término inglés "understanding" resulta aquí interesante).

Pero volvamos a las consecuencias que esto tendrá. Hasta ahora, una consulta psiquiátrica partía, de un modo u otro, de la queja de un paciente, de la manifestación de alguna forma de síntoma, un tipo u otro de malestar. Con los supuestos "marcadores" se abrirá una nueva era. Será del todo posible, por ejemplo, que el "cliente" de algún servicio médico, por ejemplo una mutua o cualquier seguro, tras un chequeo periódico, sea informado de la alta probabilidad de sufrir una depresión y de la conveniencia de un tratamiento farmacológico preventivo. Lo mismo podrá pasar con trastornos como la fibromialgia, para los cuales, dicen, ya se están identificando supuestos factores genéticos.

Si hasta ahora nos encontrábamos, por poner un ejemplo, con personas que tras algún episodio depresivo menor, tomaban antidepresivos durante años, con la idea, instilada por un médico, de que tenía un problema bioquímico que debía considerarse crónico, es fácil imaginar la extensión que este tipo de consumo abusivo e injustificado llegará a adquirir con la excusa de la "prevención" de la enfermedad. Y ello en un mundo donde la obsesión por la prevención ha llevado a casos notorios, como la reciente decisión de Angelina Jolie, altamente publicitada,  de hacerse practicar una mastectomía bilateral por el "riesgo" de sufrir un cáncer de mama. En estas condiciones, la palabra del paciente está destinada a convertirse en un detalle supérfluo, mucho más de lo que ya empezaba a serlo en las consultas de algunos psiquiatras.

El viejo sueño de la ciencia frenológica, updated

Destinos precoces

En cuanto a lo niños pequeños, que ya son perseguidos hasta el jardín de infancia para "detectar" mediante cuestionarios síndromes cada vez más ubicuos, serán sometidos a pruebas genéticas y de otros tipos y tratados como enfermos potenciales sin necesidad de que hayan mostrado ningún síntoma. Será suficiente con la idea de "riesgo". No es difícil imaginarse que, en el caso de los niños pequeños, los supuestos "marcadores biológicos" se convertirán en verdaderas marcas indelebles, con todas las consecuencias de segregación que ello tendrá: medidas preventivas, tanto a nivel médico como educativo, dispositivos especiales.... el destino del sujeto se verá afectado desde un principio.

Freud se refirió en "El sepultamiento del complejo de Edipo" a los efectos que para el sujeto tiene la percepción de su propio cuerpo en la asunción de la diferencia sexual, efectos que parecen imponer una lógica propia, basada en premisas falsas y con efectos paradójicos. Parafraseando, no sin ironía, a Napoleón, escribió: "la anatomía es el destino".

Pero de lo que se trata en el caso que nos ocupa, es de la imposición de algo que va mucho más allá que la imagen del cuerpo. Lo que cierta ideología trata de imponer es radical: la biología como destino.

viernes, 10 de mayo de 2013

Eric Kandel: en busca (del órgano) de la memoria. Acerca de In search of memory, Norton, 2006


Recientemente un libro de Peter Gay nos sirvió para pensar algunos aspectos de la cuestión de la memoria que nos interesan particularmente desde el psicoanálisis. En el caso de Gay, a pesar de tratarse de un historiador -- y teniendo en cuenta el carácter autobiográfico de su libro -- sus propias reflexiones se acercaban mucho, a veces, a aspectos que nos importan, lo cual en gran medida se explicaba porque él se psicoanalizó y tuvo muy en cuenta lo que aprendió en esa experiencia (tal como plantea explícitamente en su libro).

Resulta interesante comparar las biografías respectivas de Gay y de Kandel, porque tienen muchos puntos en común. Y esta semejanza en tantas cosas nos hace mucho más visible lo enigmático de las decisiones que orientan una vida. Dos personas, a partir de circunstancias similares, pueden tomar caminos muy distintos.

Podríamos decir que tanto el uno como el otro, a partir de una serie de acontecimientos traumáticos, se ven llevados ocuparse del problema del recuerdo, de la memoria. Gay, como dijimos, practica la memoria, si podemos decirlo así, de dos modos: mediante el estudio de la historia y mediante un psicoanálisis personal. Como veremos, Kandel, más que practicarla, decide investigarla desde una perspectiva científica, en particular tratando de elucidar el funcionamiento de lo que considera su órgano, el cerebro.

Sinagoga (Dormund) tras Kristallnacht. Más que cristales rotos
Stadtarchiv Dortmund

Pero el punto de partida de ambos es, sorprendentemente, muy similar. Al igual que vimos respecto a Gay, los acontecimientos que marcan su vida se refieren a la persecución de los judíos por parte de los Nazis en Alemania. Y uno particularmente decisivo es, del mismo modo, la Kristallnacht. Así, cuando al comienzo de su libro sobre la memoria Kandel piensa en los orígenes de lo que llama sus "intereses", responde sin vacilación: "[…] no puedo evitar vincular mi interés posterior por la mente [...] con mi último año en Viena. Un tema post-Holocausto de los judíos ha sido 'Nunca olvides', una exhortación a las futuras generaciones a permanecer vigilantes frente al antisemitismo, el racismo, el odio, las formas de pensar que permitieron que ocurrieran las atrocidades de los Nazis. Mi trabajo científico investiga la base biológica de este lema: los procesos en el cerebro que nos permiten recordar".

Kandel todavía da más detalles. De hecho, dos páginas antes de esta observación, en la primera página del libro, detalla los recuerdos concretos  que para él abrieron, como en carne viva, la pregunta por la memoria: "Es el 7 de noviembre, mi noveno aniversario. Mis padres acaban de darme un regalo de cumpleaños que yo me moría por tener: un cochecito con baterías y control remoto por cable. [...] Pero mi placer duró poco. Dos días más tarde, en la tarde-noche, nos quedamos estupefactos al oír fortísimos golpes en la puerta de nuestro apartamento. Todavía hoy los recuerdo. Mi padre no ha vuelto de trabajar en la tienda. Mi madre abre la puerta. Entran dos hombres. Se identifican como policías nazis, nos ordenan que cojamos algunas cosas y abandonemos el apartamento".

El cochecito de Kandel. © FilmForm Köln

Podríamos decir pues, de algún modo, que todo comienza, tanto para Gay como para Kandel, con la Kristallnacht.

Pero las semejanzas no terminan aquí. Porque la primera forma de elaboración a la que recurrirá Kandel no será, ni mucho menos, la neurobiología, sino... ¡la historia! Como él mismo nos relata, al comienzo de sus estudios superiores, en el College en EE. UU, "tenía un interés insaciable por la historia contemporánea de Austria y de Alemania, y planeaba convertirme en un historiador intelectual". Y precisa: "Luchaba por entender el contexto político y cultural  en que habían ocurrido aquellos sucesos calamitosos, cómo un pueblo  que amaba el arte y la música en un determinado momento,  había podido, al momento siguiente, cometer los actos más bárbaros y crueles. Escribí varios artículos sobre historia [...] incluyendo una tesis sobre la respuesta de los escritores alemanes ante el ascenso del Nazismo".

Y todavía otra semejanza en la respuesta de ambos hombres a esa problemática de la memoria. Y es que Kandel... ¡también se acercó al psicoanálisis! "Desarrollé una fascinación por el psicoanálisis, una disciplina centrada en ir pelando las capas de la memoria y de la memoria personales, para entender las raíces a menudo irracionales de la conducta humana, de los pensamientos y del comportamiento".

De hecho, como él mismo nos detalla, si acabó interesándose por la neurobiología, fue porque quería formarse cono psicoanalista, y "en los años 50 la mayoría de los psicoanalistas eran también médicos". De tal manera que, al entrar en la facultad de medicina, tropieza con la biología molecular. Y es entonces cuando sus preguntas acerca de la memoria adoptan un nuevo lenguaje, lo cual supone una manera completamente distinta de pensarlas: "Empecé a pensar en explorar el misterio del aprendizaje y de la memoria en términos biológicos [...] ¿De qué modo el terror había marcado al fuego los golpes en la puerta de nuestro apartamento, de forma tan permanente en el tejido molecular y celular de mi cerebro, que puedo revivir la experiencia con detalles visuales y emocionales más de medio siglo después?"

Este cambio radical puede parecer sorprendente. Sin embargo, hay que tener en cuenta que Eric Kandel se acercó al psicoanálisis a partir de su encuentro con Anna Kris, hija de los psicoanalistas Ernst y Marianne Kris. De hecho, Eric se enamoró de la hija de los Kris... a quien habían bautizado así, precisamente, en honor de la hija de Freud, Anna.

Aquí vivían los Kris
Estos detalles biográficos tienen su importancia. A pesar de que Ernst Kris se analizó con Helene Deutsch, en su evolución posterior se aprecia más la influencia de Anna Freud, que dio lugar a lo que, con el nombre de Ego Psychology, se apartaría decididamente, en algunos puntos fundamentales, de las concepciones freudianas -- en particular en cuanto al papel primordial del inconsciente y lo que Freud consideraba la causalidad sexual (pulsional) de los síntomas.

Por este motivo, Eric Kandel nos aporta una clave para entender aspectos determinantes de su encuentro con el psicoanálisis cuando dice: "Cuando Heinz Hartmann, Ernst Kris y Rudoph Lowenstein inmigraron a los EE. UU, unieron sus fuerzas para escribir una serie de artículos muy innovadores en los que señalaban que la teoría psicoanalítica había enfatizado demasiado la frustración y la angustia en el desarrollo del ego, el componente del aparato psíquico que, de acuerdo con la teoría de Freud, está en contacto con el mundo exterior. Había que enfatizar más el desarrollo cognitivo normal".

Esto supone una separación clarísima con respecto  a Freud, ya que éste, en "El yo y el ello", había enfatizado que el yo, lejos de cualquier acceso "neutral" a la realidad, está tan sometido a las pulsiones como cualquier otra instancia psíquica. Algo que podemos comprobar observando esa supuesta realidad humana y su uso en cualquier discurso político o de otra naturaleza. Por supuesto, Freud estaba hablando también indirectamente de los aspectos políticos de la cuestión, entre otras cosas porque había  sacado consecuencias de la gran masacre de la Primera Guerra Mundial -- algo sabía, pues, sobre las certezas acerca de una autodefinida como realidad objetiva, elemento fundamental de toda mistificación política.

Por lo tanto, a pesar de que, como el propio Kandel indica, Kris era muy crítico con las teorías conductistas de Skinner, con su influyente grupo de "inmigrantes" estaba pilotando una deriva del psicoanálisis hacia una psicología del funcionamiento cognitivo normal, en una operación de adaptación de la teoría freudiana muy acorde, todo hay que decirlo, con las nuevas condiciones de la civilización norteamericana en la que aquellos psicoanalistas emigrantes estaban inmersos. Hundida Austria, cuna del psicoanálisis, en el marasmo de la guerra y una posguerra interminable, el viejo mundo, con todos sus conflictos, podía ser convenientemente olvidado. Había que dar paso a nuevas teorías mucho más acordes con el espíritu de un Nuevo Mundo de ideología mucho más pragmática y que, por otra parte, tenía a la "normalidad" misma como un poderoso ideal.

En consecuencia, tanto el primer acercamiento de Kandel a la neurobiología como sus posteriores intentos por tender puentes entre esta disciplina y el psicoanálisis no tienen nada de sorprendente. De hecho, el psicoanálisis que conoció estaba ya dejando de serlo. 

Fue, en este sentido, un encuentro fallido, ya que lo que el joven Kandel buscaba (estimulado por el amor que sentía por la hija de los Kris) era la respuesta a interrogantes muy legítimos y que muy bien hubieran podido conducirle, como condujeron a Peter Gay, a una interrogación propiamente psicoanalítica sobre lo traumático de sus recuerdos y su profunda implicación subjetiva en los mismos.

jueves, 2 de mayo de 2013

Falsos nombres. Sobre la persecución "diagnóstica" de los niños, cada vez más pequeños



Nota: Transcripción traducida de una intervención en el Colegio de Psicólogos de Barcelona, en una mesa sobre la cuestión del TDA y el TEA, que luego se publicó en la revista del Colegio, PsiAra (25/1/2013)

Desde hace tiempo, asistimos a una psiquiatrización generalizada de la sociedad. En un movimiento que arrancó hace ya años, y que tuvo como síntoma y a la vez como elemento potenciador las sucesivas revisiones de los manuales de la serie DSM, un puñado de «diagnósticos» han comenzado a invadir todos los ámbitos de la vida de las personas. Surgen en las conversaciones cotidianas, empleados por personas sin ninguna formación específica, y tienen un impacto creciente en ámbitos tan delicados como el escolar. En efecto, cada vez es más habitual que oigamos hablar, sin la menor prudencia, de “Trastorno por déficit de atención, referido a niños que tienen una variedad de comportamientos que no se juzgan adaptados a los estándares de una «normalidad» postulada. De la misma manera, un poco más recientemente, otros dos diagnósticos comienzan a adquirir la misma fuerza, e impregnan las conversaciones cotidianas, tanto en la calle como en los claustros de las escuelas: «autismo» y «Asperger».

Esto constituye un fenómeno relativamente nuevo, que implica un cambio profundo de mentalidad, de aquellos que se van produciendo insensiblemente y afectan el común de la gente. Estas transformaciones son las más importantes, ya que sin que nadie se dé cuenta de lo que ocurre, van incidiendo en la vida de las personas. De la misma manera que hace ya bastantes años se inició un proceso en virtud del cual la palabra tristeza fue siendo cada vez más sustituida por depresión, hasta llegar a hacerla casi desaparecer, ahora un niño inquieto es etiquetado, cada vez más inmediatamente, como hiperactivo o afectado por un déficit de atención. El estudio que en este sentido nos presentó el doctor Moya demuestra hasta qué punto esto se hace de una manera cada vez más sistemática y abusiva, de modo estas denominaciones se convierten en cajones de sastre, donde se esconden personas, sin dar la mínima oportunidad a que su particularidad sea percibida, entendida y, por tanto, aceptada y respetada como tal.


"Look! I am a letter". Por Lif... (Flicker, CC)


"Sólo" nombres

Uno podría decirse, y se equivocaría mucho, que no hay que preocuparse, ya que es “sólo” una cuestión de nombres. Esta posición, pretendidamente «realista», vendría a decir que lo que verdaderamente importa son las realidades, no tanto los nombres que estas reciban. Pero tratándose de realidades humanas, las palabras tienen una importancia capital, ya que nuestro mundo está hecho, sobre todo, de palabras. Precisamente estas nuevas palabras que se crean a partir del discurso de la ciencia tienen un efecto fundamental en la configuración de nuestro mundo actual. Hay que distinguir esta falsa extensión del discurso científico de la ciencia verdadera.


En su discurso pronunciado en el Collège de France en 2002, «Façonner les gens» , Ian Hacking estudió esta tendencia cada vez más universal a aplicar una serie de denominaciones que pretenden extraer su prestigio de la ciencia, pero que, de hecho, funcionan más como nombres que crean clases de personas, a partir de una operación en sí misma dudosa, que es la suposición de una normalidad respecto de la cual se desviarían. Como él estudia con mucho detalle, la obsesión clasificadora y normalizadora ha creado nuevas epidemias, haciendo aparecer como «enfermedades» o «defectos» condiciones humanas que no hace mucho no eran consideradas tales.


Pero, como él mismo plantea, el problema es que estas clasificaciones de las personas tienen consecuencias en lo social. Es la misma sociedad como tal la que se convierte en clasificadora, por un lado, y por otro lado también los individuos que la forman tienden a incluirse en estas falsas clasificaciones. Todo ello tiene lo que podríamos ver como un “efecto de llamada”, de forzamiento a la adaptación sobre los individuos, que son capaces de renunciar a lo que les es más propio para recibir uno de estos nombres. Hasta tal punto, que uno podría plantearse si se trata de clasificaciones que tienen una tendencia intrínsecamente epidémica, no sólo por sus efectos sobre el ámbito social, sino también a escala de los individuos.


Uno de los fenómenos más peculiares que Ian Hacking analiza en lo que él llama un nominalismo dinámico – inspirado, por una parte, en Michel Foucault y, por otra parte, en Erwin Goffman  – es que los individuos, en nuestras sociedades, tienden a asumir las clasificaciones que se les proponen, o bien que están a su alcance. Se las apropian de una manera a veces sorprendente, paradójica, por el aspecto en principio descalificador, potencialmente marginador, de estos nombres de cosas que acaban nombrando a personas.

Identidades

Este hecho corresponde a una corriente profunda de nuestra cultura, y se manifiesta en la creación de grupos y comunidades de personas afectadas, ya sea directamente o como familiares, por los nombres de este tipo de clasificaciones. La promoción de la obesidad genera, sin duda, más obesos, ya que propone una identificación que puede dar forma (nunca mejor dicho!) al malestar de toda una serie de personas. Esto genera, a la vez, asociaciones, asociaciones de familiares ..., con el efecto de «llamada» que ello implica. Más allá del nominalismo "dinámico" de Hacking, el psicoanálisis aporta elementos para explicar esta avidez identificadora, en una época, precisamente, de debilidad de las identificaciones, las cuales tienden a fragmentarse y multiplicarse, como estudiaron en su momento Jacques-Alain Miller y Eric Laurent en su curso La época del Otro que no existe, desarrollando para la época presente las consecuencias de la teoría de Lacan sobre los discursos, que a su vez retoma la teoría freudiana de la identificación.


La cuestión del diagnóstico, pues, se ha vuelto hoy un problema de clasificaciones y de identidades, que cada vez actúan sobre más aspectos de la vida humana. No hay prácticamente ningún aspecto del cuerpo humano, pero tampoco de nuestra relación con los demás, de nuestra manera de ser o de satisfacernos, en resumen, de vivir, que no sea evaluada, comparada con una idea delirante de normalidad, lo cual, por supuesto, da lugar a la proliferación de todas las “desviaciones” posibles respecto de esta misma normalidad.


Hay que decir que la docilidad habitual del sujeto posmoderno ante esta ola es preocupante. Es cierto que en algunos casos, como lo menciona el mismo Hacking , la autoapropiación de las clasificaciones puede tener una vertiente subversiva. Pero esto difícilmente podría aplicarse a los niños, ya que, en su caso, está claro que estos nombres que se les aplican vienen impuestos por un otro social, con una intervención muy particular de las instituciones específicas que de ellos se ocupan y, en un lugar determinante, su familia. La autoapropiación sería en los niños una Otro-apropiación, mucho más que en el caso del adulto.

Deanna Wardin (Flicker, CC)


Lo más grave del abuso de denominaciones tales como síndrome por déficit de atención o síndrome de Asperger, o autismo, es que tienen tendencia a aplicarse a niños cada vez más pequeños, y no sólo en los ámbitos más o menos especializados donde las familias pueden consultar, sino que estas formas de clasificación persiguen a los niños, no ya hasta la escuela primaria, sino incluso hasta la guardería. Toda una serie de escalas de medida y de tests, pensados ​​para que los puedan aplicar personas sin ninguna formación, tienen el objetivo de verificar que, en efecto, estas «patologías» cumplen las expectativas en ellas depositadas desde un punto de vista «epidemiológico» . El abuso está, pues, garantizado, con los efectos que esto tiene sobre los niños y sobre las familias.


A menudo, ante la clasificación de un hijo dentro de uno de estos “trastornos”, los padres dirigen prematuramente sus demandas a una ciencia que muchas veces sólo es supuesta. La huida hacia la supuesta ciencia, la toma de medidas educativas genéricas y no pensadas caso por caso, el recurso abusivo a medicamentos, son efectos peligrosos de esta epidemia de falsos nombres que, cada vez más, persigue a los hombres hasta los últimos reductos donde su singularidad podía vivir aún medio escondida. La niñez, tiempo de vida que en otros tiempos gozaba de una tregua segura, de una moratoria, a lo largo de la cual la persona podía ir afilando sus armas para combates futuros, ha perdido para siempre, si no hacemos nada para evitarlo, sus frágiles privilegios.


lunes, 15 de abril de 2013

¿Qué es eso que llamamos memoria?


(Reflexión a partir de un libro: Peter Gay, My german question, Yale University Press, 1998)


¿Qué es lo que llamamos memoria? Se trata de un término en boga, tanto en la política, en lo que se se refiere a la "recuperación de la memoria histórica", como en la neuropsicología, que se ocupa afanosamente por vincular la memoria con estudios cada vez más sofisticados del cerebro y su funcionamiento, en particular por medio de la neuroimagen. En algunos casos, el discurso cientifista vinculado a las investigaciones de la neuropsicología tiene la ambición de atacar al psicoanálisis en lo que concibe como su mismo terreno: el de los recuerdos y su relación con el inconsciente. En otros casos, se tienden puentes -- aunque son falsos -- entre neuropsicología y psicoanálisis, pretendiendo dar al inconsciente freudiano una base orgánica. Lo que es más, se dice que de este modo se responde a aspiraciones del propio Freud, que no pudieron satisfacerse en su tiempo por las carencias de la ciencia de entonces.

En este último caso se trataría, a lo sumo, de un retorno al Freud pre-psicoanalítico, mediante una determinada relectura del Proyecto de una psicología para neurólogos (1895). Esta vía la abrió el círculo neoyorquino de Ernst Kris, y a ella se sumó entusiásticamente Eric Kandel, quien acabaría asumiendo el reto de poner a prueba esas hipótesis en su vertiente orgánica. Kandel, joven estudiante que se acercaba al psicoanálisis, tuvo en su noviazgo con Anna Kris, hija del significado psicoanalista postfreudiano, una vía de acceso a ese foro en el que el legado de Freud estaba siendo reevaluado y reconsiderado. El propio Kris le aconsejó estudiar medicina a Kandel, y fue entonces cuando este último dio con un profesor cuyas lecciones lo orientaron definitivamente hacia el estudio del cerebro (cf. Eric Kandel, In search of memory).

Hoy día sigue vigente la necesidad de sostener la especificidad del psicoanálisis y la imposibilidad de derivar la noción del inconsciente freudiano de cualquier investigación neuropsicológica. Se trata de dominios distintos, que no tienen ninguna intersección.

Pero mientras que el psicoanálisis no espera aprender nada decisivo de la neuropsicología, sí aprende de los testimonios que merecen su atención, en la medida en que resultan de experiencias capaces de trasmitir algo que concierna a lo real.




Una pregunta que toma años responder

El testimonio de Peter Gay, historiador conocido entre los psicoanalistas por su biografía de Freud, es particularmente interesante, en la medida que se trata de alguien con una sensibilidad particular y que en su tarea dice haber contado siempre con cierta orientación que encontró en el psicoanálisis, en particular en su análisis personal.

La pregunta alemana de Peter Gay surge, toma forma, ante una circunstancia particular. Una invitación le lleva a visitar en 1960, no sin reticencias, Berlín. Allí había nacido, pero tuvo que irse en 1939. Esa pregunta es su propia pregunta, dirigida fundamentalmente a él mismo, aunque de entrada apunta a un Otro no menos alemán. En vano buscaremos en el texto una respuesta definitiva, porque no la hay. En efecto, Gay la deja abierta, como una herida, aunque como una herida que cada vez duele menos y que no impide una vida razonablemente plena, incluso alegre. "No closure", escribe sabiamente en 1998, año de la publicación del su libro.

Aunque en su día sí tuvo una respuesta para ese interrogante, y una respuesta anticipada, conclusión que pesó sobre su existencia. Eso fue, nada menos, la adopción de un apellido inglés, traducción exacta de su apellido alemán: Fröhlich (alegre). Este último, en efecto, lo abandonó Peter al poco huir de una patria que dejaba de serlo, ya que había renegado de su condición de tal al no prometerle otro porvenir sino el de morir como un judío perseguido (esa fue la suerte de parte  de su familia).

Huída

Así, a la edad de 16 años, para eludir este destino, Peter (todavía) Fröhlich zarpó in extremis con sus padres rumbo a Cuba (para ir acercándose a Norteamérica) en abril de 1939, privado ya de la ciudadanía alemana y con un pasaporte ad hoc en el que las autoridades alemanas lo habían rebautizado con un tercer nombre, añadido por decreto a sus dos primeros: Peter Joachim Israel. Tal era la fórmula con la que el Reich le imponía una identidad, la de Judío, Juden, un Israel más, del que encima la lengua alemana parecía esperar una alegría (Fröhsinn) imposible. Que ese nombre impuesto al apellido (empujado así a una frontera que confina con el insulto y el sarcasmo) acabara haciéndolo inaceptable, no es tan extraño. Se comprende pues que, en compañía de su padre, en el momento de inscribirse como un inmigrante en los EE. UU., quisiera sustraerlo de la lengua alemana. Exit Fröhlich, ávido de olvido, deseoso de borrar las huellas traumáticas de su pasado berlinés; entra Gay, decidido a forjarse una identidad norteamericana con la que construir un nuevo presente y aspirar a un futuro.

Pero el afecto depresivo que lo invadiría cuando consiguió distanciarse de la ingrata Alemania  fue otro choque, que entonces no podía comprender él mismo: "En cuanto desembarcamos fui invadido por una profunda depresión, que no podía explicar. Parecía por un momento como si nunca hubiera abandonado Berlín. La gran distancia física que me separaba de la Alemania Nazi, el aire libre que tanto ansiábamos respirar, no habían disminuido automáticamente la presión del pasado, mucho menos lo habían borrado [...] De hecho, mucho de Berlín, mi fuente envenenada, seguiría cerniéndose sobre mí como una sombra siniestra [...] Por mucho que tratara de borrar de mi mente mis seis años bajo los Nazis -- ¡y vaya si lo intenté -- mi pasado no me dejaría tranquilo".

Del silencio al testimonio

Este afecto depresivo acompañó durante largo tiempo a su silencio, a su negativa a hablar sobre lo ocurrido: en suma, a un no querer saber nada. Necesitaría seis años para encontrarse un día, en 1945, como por sorpresa, testimoniando ante un asombrado círculo de amigos acerca del horror de la Kristallnacht (noviembre de 1938) -- momento traumático en que él, como tantos otros judíos alemanes y austríacos, había podido concluir sobre la inminencia de lo que le esperaba.

No disponemos de aquel primer testimonio de juventud sobre lo que fue sin lugar a dudas un trauma. Pero en el libro My german question, Peter Gay le dedica a aquel hecho histórico páginas muy intensas, en las que se ve que la necesidad del testimonio sigue vigente: "La historia de Kristallnacht ha sido narrada a menudo, a veces de un modo desagradable por lo detallado, pero tengo que hablar de ello porque yo estaba allí" (el subrayado es mío).

¿Donde reside lo más traumático de ese acontecimiento? Sobran motivos para el horror. Pero en lo que se refiere a las consecuencias a largo plazo para el sujeto del testimonio, se ve que hay aspectos que tuvieron un efecto particularmente brutal: además del odio desatado contra los judíos, a Peter le resulta particularmente atroz el uso sistemático de la mentira por parte del régimen nazi, la perversidad y el carácter cuidadosamente preparado de una persecución que se presentaba cínicamente como "espontánea".

En efecto, Goebels, ministro nazi de la propaganda (¡qué paradójica sinceridad en esta denominación!), había sugerido aquel día al "pueblo alemán" que podía llevar a cabo, con garantías de impunidad, un linchamiento (pogrom o погром, por escribirlo en ruso) -- ayudado, por supuesto, por fuerzas paramilitares de diversos tipos y agentes camuflados. Y el "pueblo alemán" había colmado las expectativas del régimen.

Dice Gay: "Esta versión, que la Kristallnacht representaba una respuesta espontánea de alemanes furiosos por un crimen judío, era tan fantasiosa que nadie se la creyó [...] un régimen que había hecho de las grandes mentiras su especialidad estaba promoviendo ahora una de sus mayores mentiras".

Por supuesto, para facilitar tanta espontaneidad, las autoridades alemanas llevaban meses compilando las direcciones privadas y comerciales de judíos, y éstos habían sido obligados a identificar sus negocios con grandes caracteres blancos pintados en la fachada.

Pero, por mucho que se basara en la mentira, la escena no podía dejar de tener efectos... bien reales.
Esa era la finalidad de la mise en scène. Un misterio para los historiadores, como el mismo Gay indica, es el carácter aparentemente innecesario de aquel procedimiento, ya que de todos modos el régimen llevaba un buen tiempo persiguiendo a los judíos, robándoles sus pertenencias y arianizando sus negocios mediante procedimientos "legales", o sea, declarados tales por decreto. Pero de este modo el régimen escenificaba la complicidad de "los alemanes", aislando brutalmente, mediante imágenes indelebles, a los judíos, que en adelante serían reconocidos públicamente en un grado hasta entonces desconocido como parias. Por eso los nazis, durante los acontecimientos, vigilaban la actitud de los espectadores alemanes, que a veces eran obligados a escupir sobre la columna de víctimas conducidas hasta el lugar donde se organizó su deportación (en este caso todavía temporal) a campos de concentración.

Esta maléfica manipulación no podía no tener efectos. Por un lado, animaba a los alemanes más antisemitas a comprometerse públicamente con el régimen en las peores exacciones. Decidía a los indecisos a tomar partido. Llevaba a los cobardes a dar un paso que en la mayoría de los casos ya no iban a desandar. Advertía a los hasta ahora defensores de los judíos del precio que iban a pagar por su "traición". Y, por encima de todo, implicaba definitivamente al significante Alemania en lo que hasta entonces no había pasado de ser la brutalidad de un régimen particular. En adelante, los nazis hablarían con mucha más seguridad (aunque ésta se deba al aplomo del mentiroso más experto) en nombre de "Alemania".

Así, desde aquella noche traumática, para Peter, como para su familia, no se trataba ya únicamente de los nazis, sino de un Otro alemán cuyos contornos tardaría muchos años en poder determinar, cuando al fin, tras muchos esfuerzos, conseguiría distinguir la Alemania del III Reich de la Alemania de la república de Weimar (pero de esto hablaremos luego).

Así resume él, en el momento de escribir su libro, el efecto devastador de la Kristallnacht para el adolescente que era entonces y el joven que luego trataría de abrirse camino en una nueva patria: "Leí [la Kristallnacht] -- no, la sentí -- como una catástrofe que profundizaba mi rencor hacia Alemania y los alemanes, ya muy poderoso, para convertirlo en un odio indiscriminado que sobrevivió por mucho tiempo sin perder intensidad".

Pero hay un detalle que parece pasarle desapercibido a Peter en aquel momento, o al que no le puede dar entonces todo el peso que merece. Es importante señalarlo, porque conseguir dar la importancia debida a este detalle histórico formará parte del trabajo ulterior de restitución de la memoria. En efecto, durante aquel episodio terrible, un amigo alemán no judío, Emil Busse, acompañó en todo momento a su padre y lo escondió en su apartamento varios días, algo que suponía correr graves riesgos para alguien como él que ya había dado muestras de poca simpatía por los nazis. Más adelante veremos cómo esta parte de la historia retornará inopinadamente para ocupar el lugar que le corresponde.

En todo caso, el primer testimonio de Peter sobre la Kristallnacht, que rompía un silencio demasiado largo, dejó tan asombrado a quien lo llevó a cabo como a su improvisado público.  Él era en ese momento un joven emigrante de 25 años para quien se abrió en ese instante un largo periodo de elaboración, una de cuyas primeras consecuencias fue la decisión de convertirse en historiador. Consecuencia paradójica para quien había optado por el olvido. No podemos dejar de ver en esta elección de la historia una elección de la verdad contra la mentira, esa mentira atroz que constituye un elemento primordial de la escena traumática.

La historia y el psicoanálisis

Potra parte, para Gay, la elección de la historia como vía de elaboración es inseparable de otra elección, la de llevar a cabo un psicoanálisis, al que hace referencias discretas pero inequívocas. Se trata de dos dimensiones de la historia que para él van de la mano.

En cuanto a la vía del testimonio, que prosigue en publicaciones periódicas en un diario local de Denver, donde habita con sus padres, tiene también su complejidad: un Gay ya maduro leerá años más tarde aquellos escritos con embarazo. Descifra en ellos la rabia, incluso el odio, la alegría por la destrucción durante la guerra de todo lo alemán, sin distinción. Lee allí también algo de una enunciación que ahora no comparte: un tono que califica de "preachy", es decir, un aire de predicador. O sea, el de alguien que habla desde una posición de saber dónde está el bien y dónde está el mal, en términos absolutos, y que se atribuye la facultad de dar lecciones de moral.

Gay necesitará recorrer un largo camino, para, sin ceder lo más mínimo en la denuncia del mal, de la crueldad, de la ignominia, del goce más abyecto (cuyo carácter incluso sexual no se le escapa), conseguir decirlo de otro modo, con una voz distinta, en un tono distinto, ajeno a la prédica con lo que ésta tiene de autocomplacencia moral.

Hay que decir que en su caso el psicoanálisis no será ajeno, ni mucho menos, a una rectificación subjetiva que le permitirá encontrar una enunciación diferente. En efecto, ello le resultaba difícil sin cuestionar una identificación muy resistente: la del niño (e hijo) bueno, virgen de toda pasión violenta. Pero el descubrimiento de las huellas en él mismo de una intensa rabia, incluso un odio, muy anteriores a la aparición de los nazis en su vida, le permitirá descargar su palabra de denuncia de un objeto que hasta entonces la lastraba con su peso innoble, tras los disfraces de la pureza y las buenas intenciones. Pero no hay que equivocarse: es precisamente este acto de separar la justa indignación de una satisfacción hasta entonces ignorada lo que le permitirá dar aún más fuerza a su condena sin paliativos de los responsables de la Shoah. Condena precisa, con nombres y apellidos, informada, que se sirve de la buena manera de los conocimientos del historiador, además de los recuerdos del que fue Peter Fröhlich.

Pero para ello Peter tuvo que recorrer un largo camino. En todo caso, aun habiendo optado por salir del silencio y ya decidida la opción de una restitución a través de la historia, la conmoción de la visita a Berlín en 1960 lo enfrenta todavía a una profunda ambivalencia. Su ruptura con el pasado no puede evitar el surgimiento de un profundo deseo de recuperar algo: recuerdos de lugares, de objetos, de episodios, que permitan colmar de algún modo ese vacío todavía sin bordes precisos y, por eso mismo, demasiado devorador.

La memoria se rehusa

Y es que, precisamente, allí donde la memoria es convocada, ella se rehusa. No acude a Peter, como él mismo dice, la "madalena" proustiana que permita empezar a reconstruir todo ese mundo desaparecido, ni siquiera iniciar su propio recorrido En busca del tiempo perdido.

Es así como Gay se da cuenta del carácter elusivo de la memoria, algo que, por su propia naturaleza, depende más de aquello con lo que uno tropieza que de cualquier cosa que pueda buscar:

"No había tenido en cuenta el hecho de que uno no puede prepararse para la magia de la madalena; viene cuando nadie la llama, cuando quiere o donde quiere, o no viene en absoluto. Descubrí en aquellos días desastrosos que las imágenes y el aroma que surgieron para Marcel de su copa de tila, con todo el perfume de los años perdidos, no pueden ser forzados, ni provocados. En suma, descubrí que atravesar barrios conocidos y contemplar edificios familiares sólo producía unos pocos fragmentos anémicos de mi infancia. Significativamente, tres de estos fragmentos eran horripilantes y me habían asustado cuando era niño: un idiota que vagabundeaba por las calles de [...] Berlín [...], una criatura deforme de cabeza gigantesca, andares extraños y boca babeante; el torso de un pollo descabezado que se sacudía y seguía moviéndose como si aún estuviera vivo: la fotografía, en una revista, de un soldado alemán espantosamente herido en la Primera Guerra, todavía vivo a pesar de que la mitad de su rostro había sido arrancado por la metralla. Resultaba mucho más difícil dar con recuerdos agradables".

Unos pocos recuerdos 

Peter Gay no encontró pues en Berlín su madalena, pero como se ve sí dio con algunos recuerdos enigmáticos, "fragmentos anémicos" que él mismo debió de redescubrir en su propio psicoanálisis como lo que Freud llama "recuerdos encubridores". Éstos son definidos en el artículo "Recuerdo, repetición y elaboración" (1914) como fragmentos que, a pesar de su carácter aislado, enigmático, también en parte construido o reconstruido, contienen "todo lo esencial". Y ello precisamente porque en su misma elección, incluso en la deformación que acentúa uno u otro aspecto y borra algún otro, contienen la huella de un trabajo del sujeto, plenamente activo en edades muy tempranas. La fascinación por la muerte, por la deformidad, las huellas de una pasión ignorada del sujeto, indican lo que va más allá de su identificación como "niño bueno". Esto es lo que su análisis le permitiría leer en esas imágenes desconcertantes. En cuanto a la del "soldado alemán espantosamente herido", no cabe duda de que los bombardeos masivos de los aliados sobre las ciudades alemanas (por los que Gay dice haberse alegrado de un modo que a posteriori le perturba) lo condujeron de nuevo hasta esa estampa horrible en un recodo de la historia.

Más tarde él podría relacionar estos recuerdos con su rabia inconfesada, por ejemplo en un extraño episodio, ya en los EE. UU., en el que le dio rienda suelta contra la figura paternal de un tío: "Fue un gran momento de liberación, pero no la panacea en la que había depositado mis esperanzas. En mi imaginación, había pensado que la rabia sería una cantidad fija. Cuanto más soltara, menos quedaría. Pero pronto se vio que mi furia estaba siendo alimentada por una corriente subterránea continua que iba rellenando el depósito que yo creía haber vaciado [...] Las raíces de mi rabia eran profundas, estaban en mi infancia temprana".

Restitución

Resulta complejo situar todos los elementos que forman parte del que sería un largo trabajo para llegar a separar esta rabia profunda y antigua de su testimonio, en lo que concierne a dos aspectos: su juicio sobre la responsabilidad de su Otro alemán y su propio modo de enunciación. Hay, con todo, dos acontecimientos importantes, que tienen algo en común. Se trata de algo que concierne a diferentes modalidades de pérdidas.

El primero se refiere al retorno, sorpresivo, de una vajilla de plata que había sido dejada en depósito por la entonces familia Fröhlich al mismo amigo alemán no judío que había ayudado a su padre durante la Kristallnacht: Emil Busse. Éste, que opuso una tenaz resistencia, a título personal, a todas las acciones del gobierno nazi respecto de su persona (algo que en la época, a pesar de ciertas astucias picarescas, hubiera podido resultarle fatal), había conservado durante la guerra y los largos años de posguerra ese objeto precioso, símbolo de los esfuerzos profesionales y el relativo éxito social de la familia de Peter, resultado del trabajo de su padre. Por otra parte, Busse había tenido que remover cielo y tierra para conseguir las señas en EE.UU de la por entonces ya familia Gay.

Esta restitución de un objeto así tiene un efecto importante, porque permite empezar a trazar de otro modo los contornos del Otro alemán. Este pequeño acontecimiento, en toda su humildad, con su carácter concreto y material, desmiente la premisa de Alemania, sin distinciones, como Otro cruel y voraz, ávido por privar al sujeto de sus objetos preciados, además de su vida. Se trata, pues, de un hecho que tiene un valor simbólico, por la naturaleza del objeto en cuestión. Pero este valor simbólico es inseparable de la materialidad de un objeto. En adelante, la figura de Busse, entre otras, le permitirá reconocer a alemanes no judíos que no sólo no fueron nazis, sino que incluso se distinguieron por su generosidad, su valentía y el apoyo que brindaron a judíos.

Pero esta rehabilitación del Otro alemán de Gay recibe el impulso decisivo cuando en 1964, tras un acto académico (conferencia de Karl Dietrich Bracher en EE. UU) y en conversación privada, tiene un encuentro imprevisto con el testimonio de la familia (cristiana y alemana) de los Bracher, de profundas convicciones éticas y religiosas, que se habían implicado a fondo en un intento de eliminar físicamente a Hitler. Con el resultado de que dicha familia, en palabras del propio Gay, "había perdido a más miembros que la suya" a manos de los nazis. El mismo Peter Gay constata la extrañeza de esta especie de cálculo numérico, que surgió en su mente en el instante mismo de escuchar aquel relato por boca de sus protagonistas. Y reconoce que hay una peculiar contabilidad, que le resulta algo escandalosa, en la comparación de las pérdidas del propio sujeto con las de ese Otro alemán representado por aquella familia de valientes. A partir de esta constatación (que tiene para él un efecto como de revelación) de que hay alemanes no nazis que pagaron con la vida, no el hecho de ser judíos, sino sus convicciones morales y políticas, la vía para una verdadera reconciliación con lo alemán queda para él verdaderamente abierta.

Otra historia

Este cambio de posición de Gay incide, como es lógico, en su tarea de historiador. Al fin y al cabo, la historia es uno de los recursos fundamentales en su trabajo personal de elucidación y restauración. Hasta entonces, había dejado los temas alemanes fuera de su ámbito de interés. Se había dedicado en particular a la historia de la Ilustración francesa, que para lo que aquí nos ocupa podemos relacionar con el ideal de una sociedad humana gobernada razonablemente por la razón; y también a la historia del ascenso de la burguesía y la constitución de las clases medias, especialmente en Inglaterra. Todo ello tiene algo de contrapunto a la experiencia brutal de una época, como la de la Alemania nazi, que Gay vivió como todo lo contrario: el desencadenamiento de la sinrazón y de la crueldad sin límite.

Es un hecho significativo, en efecto, que Gay hubiera evitado en su tarea de historiador los temas alemanes. No había sido ésta la opción, por ejemplo, de Karl Dietrich Bracher, quien se especializó en el estudio pormenorizado de los antecedentes históricos y los factores culturales que pudieron favorecer el surgimiento del nazismo. Pero Bracher no había sido expulsado de Alemania, a él no se le había privado de su ciudadanía alemana y no se había visto empujado a cambiar de apellido.

Significativamente, a partir de su reconciliación con lo alemán, Gay incluirá entre sus temas de estudio la república de Weimar (1919-1933), así como las contribuciones alemanas al espíritu ilustrado. Sin embargo, es notable que mantuvo su rechazo a dedicarse al estudio de la Shoah. Las únicas referencias que hace a esa parte de la historia son las destinadas a contextualizar su testimonio acerca de su breve vida bajo los nazis. Por otra parte, como él mismo dice, no quiso visitar el museo del Holocausto en Washington y evitó ver la película de Claude Lanzmann. Cuando su mujer quiso visitar Auschwitz, tuvo que hacerlo sola.

Su trabajo de historización, pues, alcanza un límite y preserva un punto de no querer saber. Circunscrito, es cierto, porque Gay es un buen conocedor de los detalles del régimen nazi y estuvo atento a los destinos de sus responsables, en Nurenberg y después. También siguió de cerca los cambios de chaqueta gracias a los cuales toda una serie de personajes consiguieron blanquear su infame pasado político. En definitiva, evita la confrontación, en su trabajo de historiador, con el horror más radical, con la falta completa de sentido. Quizás porque, de acuerdo con su propia confidencia, la history (historia) tiene para él algo de la necesidad de producir stories (relatos, historias). Y queda claro que deja a la Shoah fuera de este ámbito: ésta no puede ser objeto de esta clase de producción. En este punto elige todavía cierta forma de silencio, cierta discreción.

Foto de la galería Flickr de Sfer, con licencia CC.

Recordar/Recordarse. El olvido del ser

¿Para qué recordar? ¿Para qué ese trabajo, a veces tan penoso, de la memoria? Porque de lo contrario, se olvida uno de sí mismo. Uno se olvida. El olvido de las cosas incurre en un olvido del ser mismo. Jacques Lacan finaliza su seminario IV, La relación de objeto (1956-57), con una fórmula bella y al mismo tiempo enigmática: "También hoy terminaré con una pregunta -- la de saber si acaso el proceso que llamaremos de [...] yoización supone en su misma dirección una dimensión correlativa, aquella por la que el ser se olvida a sí mismo [...] En efecto, para el ser hay una posibilidad fundamental de olvido en el yo imaginario".

Como Peter Gay descubrió, no podía dejar atrás tan fácilmente a Peter Fröhlich. El rechazo del lugar donde su vida había transcurrido convirtió lo que había sido una amputación llevada a cabo por el Otro en una automutilación llevada a cabo por el sujeto. En nuestra época, tan proclive al storytelling, es fácil pensar en la capacidad infinita para reinventarse, contarse nuevos cuentos y decidir romper con lo que se ha sido. Cierto es que en el caso que nos ocupa, la necesidad de cortar con el pasado no tiene nada de un capricho. Aún así, hay que desconfiar de la gran capacidad del yo imaginario para el desconocimiento y el olvido (por tomar los términos que Lacan usaba entonces, ya hace mucho tiempo).

De ahí el efecto depresivo al que hubo de enfrentarse Peter. Y que no pudiera ignorar las ocasiones que la vida le dio, también en forma de invitaciones inoportunas, para enfrentarse con lo que había tenido que rechazar y empezar así la laboriosa tarea de reencontrarse entre aquellas ruinas. Por eso, la reconciliación con lo alemán, aun con todas la reservas necesarias, era para él algo de vital importancia. Era recordarse.

¿Hay un órgano de la memoria? ¿Está la memoria dentro de uno mismo o fuera?

La neuropsicología investiga afanosamente la contribución del cerebro humano a la memoria. Los dispositivos más poderosos se emplean para buscar algo que la justifique en la materialidad de ese órgano del cuerpo. Qué duda cabe de que el cerebro es necesario, para esto como para tantas cosas. Pero, ¿es de verdad el cerebro lo esencial en todo esto? Lo que el testimonio de Peter Gay nos muestra es bien distinto.

En primer lugar, nos indica algo fundamental, y es que la introspección alcanza fácilmente sus límites. Si los recuerdos no se pueden buscar, es en primer lugar porque no hay verdaderamente un "dentro" donde buscarlos. El intento termina en unos pocos recuerdos anémicos, que muestran más bien los efectos de todo un trabajo de elaboración, deformación. Y sin aceptar el reto de la interpretación, no es mucho lo que pueden aportar. Ahora bien, la interpretación supone una exterioridad, un distanciamiento. Aunque, en el fondo, lo más importante de esa interpretación apunte a deconstruir un sentido implícito en esos recuerdos, obra de una interpretación previa del inconsciente. Las escasas huellas que quedan son portadoras pues de una interpretación. El trabajo de la memoria consiste en abrirlas a otro sentido posible.

Pero, además, en ese trabajo de la memoria, hay elementos fundamentales que vienen de fuera. En primer lugar, como Gay mismo lo plantea, un momento decisivo de todo su trabajo de rememoración parte de una invitación imprevista a visitar la ciudad de su infancia. Así, tropieza con esa invitación como con algo para lo que no estaba ni mucho menos preparado. Y entonces viene el encuentro efectivo, nada fácil para él, con lugares y con paisajes. Además de la inmersión, que de entrada despierta un vivo rechazo, en la lengua alemana.

También hay otras cosas decisivas que irrumpen en la continuidad de la vida, sin ser esperadas: un objeto recuperado, el testimonio inesperado de unos desconocidos. Todo ello introduce en el trabajo de la memoria un elemento de contingencia y de exterioridad que le son esenciales. Y extrañamente, es en eso que viene de fuera del propio hilo de sus pensamientos donde el sujeto empieza a encontrarse de verdad.

Por otra parte, lo que más llama la atención es que ni el retorno de la vajilla de plata, enviada por Emil Busse, ni el testimonio oído de boca de los Bracher aportan ninguna novedad desde el punto de vista de lo que normalmente llamamos "recuerdo", ni en lo que se refiere al saber, ni a la información. Peter Gay había tenido ya pruebas de la posición decidida de Busse, quien a pesar de su relativa juventud era un buen amigo de su padre y había dado de ello muestras inequívocas, incluso en la Kristallnacht. Por otra parte, Gay no era un inculto, ni un desinformado, ni un sectario, ni un estúpido: sabía de sobra que no todos los alemanes no judíos eran nazis y había conocido, directamente y a través de su padre, a otros alemanes que no adoptaron posiciones antisemitas y que por el contrario ayudaron a judíos en una situación que no resultaba nada fácil. Por lo tanto, ninguno de estos dos acontecimientos aporta nada verdaderamente nuevo desde el punto de la información, ya que ésta se encontraba a entera disposición del "órgano", del cerebro.

Extimidad del inconsciente

Pero también hay otra forma de exterior en juego en el trabajo de la memoria. Aunque el término "exterior", a decir verdad, no es suficiente para caracterizarlo. Por eso recurrimos al término extimidad, destacado por Jacques-Alain Miller en la enseñanza de Jacques Lacan para indicar aspectos de la experiencia subjetiva que van más allá de las nociones de dentro y fuera, ya que ponen en juego un espacio de otra naturaleza. En efecto, a diferencia de lo que podríamos considerar como la "interioridad" de un órgano como el cerebro (desde el punto de vista del cuerpo de la ciencia, claro, porque nadie tiene la menor experiencia efectiva de su propio cerebro), es imposible situar al inconsciente en un "interior" del sujeto. En realidad, la noción subjetiva de interioridad y exterioridad corresponde más bien, como lo puso de manifiesto Freud (cf. "Pulsiones y destinos pulsionales", artículo de 1915) a la construcción de los límites dentro de los cuales el yo, en este caso el que Lacan llamaría "imaginario" se constituye y se reconoce.

En cuanto al inconsciente, corresponde más bien a otra dimensión de la experiencia humana, que pone de manifiesto que esos límites no rigen en lo que se refiere a nuestra relación con la lengua, el significante, el discurso. Extimo, en este sentido, indica que aquello que parece más exterior es lo más íntimo o aquello que parece más íntimo es exterior... en suma, lo Otro está en el corazón de la experiencia del sujeto, y no es posible reconocerlo sin cierto modo de forzamiento, de elaboración forzada.

De ahí la importancia del trabajo de restitución de algo de su inconsciente, presentificado para Gay por los extraños recuerdos que lo acogen en su inesperado, incluso inoportuno viaje. Es la posibilidad misma de reconocer eso como algo propio, admitirlo, llevar a cabo a partir de ello un trabajo analítico y sacar las oportunas consecuencias, lo que le permitirá un cambio de posición en el trabajo de la memoria. Aquí se entiende el vínculo que Gay establece entre psicoanálisis e historia en lo que a su experiencia se refiere.

Pedazos de vida

La reaparición de la vajilla de plata es, por lo tanto, algo que viene de fuera, del Otro. Y, como destacábamos antes, implica el carácter muy concreto de un objeto (algo bien distinto que una imagen o un recuerdo). Un objeto es algo que va más allá de las palabras y de los pensamientos. Ciertos objetos valiosos lo son porque hemos depositado en ellos algo de nuestra propia vida, la encarnan. Y su verdadero valor no proviene de ellos mismos sino de esa parte de energía vital de la que son depositarios. Mientras que la vida es algo inaprensible y lleva en ella la marca de la fugacidad, de lo que pasa a cada instante, los objetos preciados nos la hacen más palpable y parecen contener, condensar, también en la dimensión del tiempo, el bien más preciado, aquel del que todos los demás bienes se derivan. Como escribió Freud metafóricamente en Introducción del narcisismo (1914), somos como amebas que emiten su misma sustancia vital en forma de pseudópodos, y son éstos los que, al depositarse sobre ciertos objetos, los hacen valiosos, como extensiones de nuestro yo merecedoras de un amor en gran medida narcisista.

Aquí, cuando el Otro alemán encarnado por Emil Busse devuelve la vajilla de la que era depositario, devuelve simbólicamente algo de la vida perdida por el traumatismo de la expulsión. Es eso lo que se restituye en ese acontecimiento, tanto más valioso por ser inesperado. Así, ese Otro sobre el que pesaba la sospecha de ser tan solo un mutilador de vida, devuelve mediante su gesto algo que ya se había dado por perdido para siempre. Y empeña en ello su dedicación, su esfuerzo, todo su esmero.

Pero, más allá de ese objeto recuperado, el testimonio de los Bracher muestra hasta qué punto hay un Otro alemán capaz de poner en riesgo su propia vida, de apostarla, gratuitamente, sin necesidad. Y la pierde. Se trata ya, pues, de un Otro dignificado por la falta más radical.

Así, para Peter, sólo cuando hay un Otro capaz de asumir esa pérdida se pondrá definitivamente en marcha la reconciliación. Será entonces cuando pueda dar pasos para recuperar su memoria de Berlín, revisitar esa ciudad de otra manera. Empezará a hacerlo, significativamente, de la mano de los Bracher. Y una de sus primeras paradas en el viaje será la destinada a compartir anécdotas y recuerdos con Emil Busse, en particular las peripecias de sus años esquivando ingeniosamente las órdenes de las autoridades nazis para que se integrara en el ejército.

Otro tipo de pérdida

Es interesante destacar que el testimonio de Gay termina, además de con la recuperación de lo alemán de su historia y de la ciudad de su infancia, con la aparición de otro tipo de pérdida, que hasta entonces había quedado impedida, quizás velada, por la mutilación y por la renuncia. Ahora que ya puede contemplar Berlín con una mirada renovada que recupera algo de su mirada de antaño, lo que ve Peter es otra cosa: que la ciudad se está perdiendo, está dejando en parte de ser lo que había sido. Y no se trata de la huella de las bombas aliadas, todavía presentes en el paisaje urbano, sino de algo bien distinto. Ahora los nuevos edificios de las multinacionales, los colosos arquitectónicos del capitalismo, los rascacielos, invaden verticalmente zonas decisivas de la ciudad quebrando algo que para Peter formaba una parte esencial del carácter de Berlín, el mismo que ahora puede volver a amar... precisamente cuando siente que se está perdiendo. Echa de menos la horizontalidad, rasgo del paisaje berlinés que acompañaba a sus más viejos recuerdos, esos recuerdos que parecen fluir de otro modo ahora que no son rechazados, sino acogidos como propios.

 En efecto, una vez disuelto lo que el propio Gay califica, como hemos visto, como un odio indiscriminado que había sobrevivido durante mucho tiempo, la pérdida atribuible a un Otro obsceno y cruel da paso a otra forma de pérdida, que es la pérdida inevitable. Aquella que anida en el interior de cualquier objeto (siempre perdido, nos recuerda Freud) y de la vida misma, prometida a la muerte. Frente a la tarea incansable del tiempo, aliado infalible de la muerte, los asesinos más infames son meros aprendices, que sólo son capaces de adelantar unos pocos años lo que la eternidad hará por sí sola inexorablemente.

Esa pérdida inscrita en el corazón mismo de la vida es lo que Freud llamó "castración" -- en la medida en que la diferencia sexual resulta ser una contingencia favorable para empezar a representar de algún modo lo que, por un dudoso privilegio, el ser humano es capaz de atisbar, reino de la falta y de la pérdida con el que convivirá para siempre.

El tiempo corre, las ciudades cambian, los recuerdos palidecen ante una realidad siempre poco respetuosa. Ahora Peter no es insensible ante esta otra pérdida de la que ya vuelve a ser "su ciudad": "En lo referente a Berlín soy una especie de conservador". ¡Y le molesta que le toquen su Berlín! "Todavía me enfurezco cuando hablan mal de la ciudad, como lo hice cuando leí recientemente un artículo agrio y, en mi opinión, mal informado [...]"

En suma, la memoria

Este recorrido por un testimonio nos muestra que lo fundamental de la memoria, aunque requiera de la participación del cerebro, va mucho más allá de él y no tiene que ver en lo esencial con la biología. Se sitúa en un espacio de construcción en el que está en juego la relación con el Otro y con lo Otro, por lo que necesariamente se sitúa en un exterior para el sujeto. Por otra parte, el trabajo de la memoria tiene necesariamente una parte de lucha contra el olvido, contra un no querer saber nada que, éste sí, es bien interno, porque se sitúa dentro de los límites en los que la inercia imaginaria del yo hace su labor inadvertida. Pero no se trata sólo de la exterioridad del Otro, del lenguaje y el discurso, sino de algo que apunta a la insuficiencia de todo lo simbólico, también de lo imaginario, para decir algo de lo real si ley, algo que siempre se escapa a todo intento de representación. Imposibilidad que toma la forma necesariamente de una pérdida. Este perdida, necesaria, adquiere la forma de otras pérdidas contingentes, de las que muchas veces ciertos actores de la historia gustan de hacerse los agentes más notorios y esperpénticos.

De cualquier modo, hay en esa tarea de la memoria un aspecto ético, un deber de restitución que se pone de manifiesto en infinitos detalles, pero que atañe a la esencia de la operación misma. Está en juego algo del acto, una decisión. Y esto no está de ningún modo implícito, ni siquiera contenido en los recuerdos individuales, ni por supuesto en las neuronas que supuestamente los almacenan.

Quizás, a veces, reivindicar la memoria es exigir que el Otro no fuerce torpemente un olvido que siempre recubrirá a otro olvido más fundamental, el inevitable, el inexorable. Aquel contra el cual ningún escrito puede ser una garantía definitiva, ni puede serlo un monumento, aunque esté hecho de la más dura piedra.

Robarle a alguien la memoria es también robarle cruelmente su olvido, el propio, aquel del que debe poder hacerse único responsable.

Para afrontar esta responsabilidad es mejor no estar del todo solo. Como vemos al final del libro My german question, su autor, a partir de cierto momento, tiene una buena compañía: "[...] el Peter Frölich de 1938 y 1939 vive todavía en el Peter Gay de 1997".