lunes, 15 de abril de 2013

¿Qué es eso que llamamos memoria?


(Reflexión a partir de un libro: Peter Gay, My german question, Yale University Press, 1998)


¿Qué es lo que llamamos memoria? Se trata de un término en boga, tanto en la política, en lo que se se refiere a la "recuperación de la memoria histórica", como en la neuropsicología, que se ocupa afanosamente por vincular la memoria con estudios cada vez más sofisticados del cerebro y su funcionamiento, en particular por medio de la neuroimagen. En algunos casos, el discurso cientifista vinculado a las investigaciones de la neuropsicología tiene la ambición de atacar al psicoanálisis en lo que concibe como su mismo terreno: el de los recuerdos y su relación con el inconsciente. En otros casos, se tienden puentes -- aunque son falsos -- entre neuropsicología y psicoanálisis, pretendiendo dar al inconsciente freudiano una base orgánica. Lo que es más, se dice que de este modo se responde a aspiraciones del propio Freud, que no pudieron satisfacerse en su tiempo por las carencias de la ciencia de entonces.

En este último caso se trataría, a lo sumo, de un retorno al Freud pre-psicoanalítico, mediante una determinada relectura del Proyecto de una psicología para neurólogos (1895). Esta vía la abrió el círculo neoyorquino de Ernst Kris, y a ella se sumó entusiásticamente Eric Kandel, quien acabaría asumiendo el reto de poner a prueba esas hipótesis en su vertiente orgánica. Kandel, joven estudiante que se acercaba al psicoanálisis, tuvo en su noviazgo con Anna Kris, hija del significado psicoanalista postfreudiano, una vía de acceso a ese foro en el que el legado de Freud estaba siendo reevaluado y reconsiderado. El propio Kris le aconsejó estudiar medicina a Kandel, y fue entonces cuando este último dio con un profesor cuyas lecciones lo orientaron definitivamente hacia el estudio del cerebro (cf. Eric Kandel, In search of memory).

Hoy día sigue vigente la necesidad de sostener la especificidad del psicoanálisis y la imposibilidad de derivar la noción del inconsciente freudiano de cualquier investigación neuropsicológica. Se trata de dominios distintos, que no tienen ninguna intersección.

Pero mientras que el psicoanálisis no espera aprender nada decisivo de la neuropsicología, sí aprende de los testimonios que merecen su atención, en la medida en que resultan de experiencias capaces de trasmitir algo que concierna a lo real.




Una pregunta que toma años responder

El testimonio de Peter Gay, historiador conocido entre los psicoanalistas por su biografía de Freud, es particularmente interesante, en la medida que se trata de alguien con una sensibilidad particular y que en su tarea dice haber contado siempre con cierta orientación que encontró en el psicoanálisis, en particular en su análisis personal.

La pregunta alemana de Peter Gay surge, toma forma, ante una circunstancia particular. Una invitación le lleva a visitar en 1960, no sin reticencias, Berlín. Allí había nacido, pero tuvo que irse en 1939. Esa pregunta es su propia pregunta, dirigida fundamentalmente a él mismo, aunque de entrada apunta a un Otro no menos alemán. En vano buscaremos en el texto una respuesta definitiva, porque no la hay. En efecto, Gay la deja abierta, como una herida, aunque como una herida que cada vez duele menos y que no impide una vida razonablemente plena, incluso alegre. "No closure", escribe sabiamente en 1998, año de la publicación del su libro.

Aunque en su día sí tuvo una respuesta para ese interrogante, y una respuesta anticipada, conclusión que pesó sobre su existencia. Eso fue, nada menos, la adopción de un apellido inglés, traducción exacta de su apellido alemán: Fröhlich (alegre). Este último, en efecto, lo abandonó Peter al poco huir de una patria que dejaba de serlo, ya que había renegado de su condición de tal al no prometerle otro porvenir sino el de morir como un judío perseguido (esa fue la suerte de parte  de su familia).

Huída

Así, a la edad de 16 años, para eludir este destino, Peter (todavía) Fröhlich zarpó in extremis con sus padres rumbo a Cuba (para ir acercándose a Norteamérica) en abril de 1939, privado ya de la ciudadanía alemana y con un pasaporte ad hoc en el que las autoridades alemanas lo habían rebautizado con un tercer nombre, añadido por decreto a sus dos primeros: Peter Joachim Israel. Tal era la fórmula con la que el Reich le imponía una identidad, la de Judío, Juden, un Israel más, del que encima la lengua alemana parecía esperar una alegría (Fröhsinn) imposible. Que ese nombre impuesto al apellido (empujado así a una frontera que confina con el insulto y el sarcasmo) acabara haciéndolo inaceptable, no es tan extraño. Se comprende pues que, en compañía de su padre, en el momento de inscribirse como un inmigrante en los EE. UU., quisiera sustraerlo de la lengua alemana. Exit Fröhlich, ávido de olvido, deseoso de borrar las huellas traumáticas de su pasado berlinés; entra Gay, decidido a forjarse una identidad norteamericana con la que construir un nuevo presente y aspirar a un futuro.

Pero el afecto depresivo que lo invadiría cuando consiguió distanciarse de la ingrata Alemania  fue otro choque, que entonces no podía comprender él mismo: "En cuanto desembarcamos fui invadido por una profunda depresión, que no podía explicar. Parecía por un momento como si nunca hubiera abandonado Berlín. La gran distancia física que me separaba de la Alemania Nazi, el aire libre que tanto ansiábamos respirar, no habían disminuido automáticamente la presión del pasado, mucho menos lo habían borrado [...] De hecho, mucho de Berlín, mi fuente envenenada, seguiría cerniéndose sobre mí como una sombra siniestra [...] Por mucho que tratara de borrar de mi mente mis seis años bajo los Nazis -- ¡y vaya si lo intenté -- mi pasado no me dejaría tranquilo".

Del silencio al testimonio

Este afecto depresivo acompañó durante largo tiempo a su silencio, a su negativa a hablar sobre lo ocurrido: en suma, a un no querer saber nada. Necesitaría seis años para encontrarse un día, en 1945, como por sorpresa, testimoniando ante un asombrado círculo de amigos acerca del horror de la Kristallnacht (noviembre de 1938) -- momento traumático en que él, como tantos otros judíos alemanes y austríacos, había podido concluir sobre la inminencia de lo que le esperaba.

No disponemos de aquel primer testimonio de juventud sobre lo que fue sin lugar a dudas un trauma. Pero en el libro My german question, Peter Gay le dedica a aquel hecho histórico páginas muy intensas, en las que se ve que la necesidad del testimonio sigue vigente: "La historia de Kristallnacht ha sido narrada a menudo, a veces de un modo desagradable por lo detallado, pero tengo que hablar de ello porque yo estaba allí" (el subrayado es mío).

¿Donde reside lo más traumático de ese acontecimiento? Sobran motivos para el horror. Pero en lo que se refiere a las consecuencias a largo plazo para el sujeto del testimonio, se ve que hay aspectos que tuvieron un efecto particularmente brutal: además del odio desatado contra los judíos, a Peter le resulta particularmente atroz el uso sistemático de la mentira por parte del régimen nazi, la perversidad y el carácter cuidadosamente preparado de una persecución que se presentaba cínicamente como "espontánea".

En efecto, Goebels, ministro nazi de la propaganda (¡qué paradójica sinceridad en esta denominación!), había sugerido aquel día al "pueblo alemán" que podía llevar a cabo, con garantías de impunidad, un linchamiento (pogrom o погром, por escribirlo en ruso) -- ayudado, por supuesto, por fuerzas paramilitares de diversos tipos y agentes camuflados. Y el "pueblo alemán" había colmado las expectativas del régimen.

Dice Gay: "Esta versión, que la Kristallnacht representaba una respuesta espontánea de alemanes furiosos por un crimen judío, era tan fantasiosa que nadie se la creyó [...] un régimen que había hecho de las grandes mentiras su especialidad estaba promoviendo ahora una de sus mayores mentiras".

Por supuesto, para facilitar tanta espontaneidad, las autoridades alemanas llevaban meses compilando las direcciones privadas y comerciales de judíos, y éstos habían sido obligados a identificar sus negocios con grandes caracteres blancos pintados en la fachada.

Pero, por mucho que se basara en la mentira, la escena no podía dejar de tener efectos... bien reales.
Esa era la finalidad de la mise en scène. Un misterio para los historiadores, como el mismo Gay indica, es el carácter aparentemente innecesario de aquel procedimiento, ya que de todos modos el régimen llevaba un buen tiempo persiguiendo a los judíos, robándoles sus pertenencias y arianizando sus negocios mediante procedimientos "legales", o sea, declarados tales por decreto. Pero de este modo el régimen escenificaba la complicidad de "los alemanes", aislando brutalmente, mediante imágenes indelebles, a los judíos, que en adelante serían reconocidos públicamente en un grado hasta entonces desconocido como parias. Por eso los nazis, durante los acontecimientos, vigilaban la actitud de los espectadores alemanes, que a veces eran obligados a escupir sobre la columna de víctimas conducidas hasta el lugar donde se organizó su deportación (en este caso todavía temporal) a campos de concentración.

Esta maléfica manipulación no podía no tener efectos. Por un lado, animaba a los alemanes más antisemitas a comprometerse públicamente con el régimen en las peores exacciones. Decidía a los indecisos a tomar partido. Llevaba a los cobardes a dar un paso que en la mayoría de los casos ya no iban a desandar. Advertía a los hasta ahora defensores de los judíos del precio que iban a pagar por su "traición". Y, por encima de todo, implicaba definitivamente al significante Alemania en lo que hasta entonces no había pasado de ser la brutalidad de un régimen particular. En adelante, los nazis hablarían con mucha más seguridad (aunque ésta se deba al aplomo del mentiroso más experto) en nombre de "Alemania".

Así, desde aquella noche traumática, para Peter, como para su familia, no se trataba ya únicamente de los nazis, sino de un Otro alemán cuyos contornos tardaría muchos años en poder determinar, cuando al fin, tras muchos esfuerzos, conseguiría distinguir la Alemania del III Reich de la Alemania de la república de Weimar (pero de esto hablaremos luego).

Así resume él, en el momento de escribir su libro, el efecto devastador de la Kristallnacht para el adolescente que era entonces y el joven que luego trataría de abrirse camino en una nueva patria: "Leí [la Kristallnacht] -- no, la sentí -- como una catástrofe que profundizaba mi rencor hacia Alemania y los alemanes, ya muy poderoso, para convertirlo en un odio indiscriminado que sobrevivió por mucho tiempo sin perder intensidad".

Pero hay un detalle que parece pasarle desapercibido a Peter en aquel momento, o al que no le puede dar entonces todo el peso que merece. Es importante señalarlo, porque conseguir dar la importancia debida a este detalle histórico formará parte del trabajo ulterior de restitución de la memoria. En efecto, durante aquel episodio terrible, un amigo alemán no judío, Emil Busse, acompañó en todo momento a su padre y lo escondió en su apartamento varios días, algo que suponía correr graves riesgos para alguien como él que ya había dado muestras de poca simpatía por los nazis. Más adelante veremos cómo esta parte de la historia retornará inopinadamente para ocupar el lugar que le corresponde.

En todo caso, el primer testimonio de Peter sobre la Kristallnacht, que rompía un silencio demasiado largo, dejó tan asombrado a quien lo llevó a cabo como a su improvisado público.  Él era en ese momento un joven emigrante de 25 años para quien se abrió en ese instante un largo periodo de elaboración, una de cuyas primeras consecuencias fue la decisión de convertirse en historiador. Consecuencia paradójica para quien había optado por el olvido. No podemos dejar de ver en esta elección de la historia una elección de la verdad contra la mentira, esa mentira atroz que constituye un elemento primordial de la escena traumática.

La historia y el psicoanálisis

Potra parte, para Gay, la elección de la historia como vía de elaboración es inseparable de otra elección, la de llevar a cabo un psicoanálisis, al que hace referencias discretas pero inequívocas. Se trata de dos dimensiones de la historia que para él van de la mano.

En cuanto a la vía del testimonio, que prosigue en publicaciones periódicas en un diario local de Denver, donde habita con sus padres, tiene también su complejidad: un Gay ya maduro leerá años más tarde aquellos escritos con embarazo. Descifra en ellos la rabia, incluso el odio, la alegría por la destrucción durante la guerra de todo lo alemán, sin distinción. Lee allí también algo de una enunciación que ahora no comparte: un tono que califica de "preachy", es decir, un aire de predicador. O sea, el de alguien que habla desde una posición de saber dónde está el bien y dónde está el mal, en términos absolutos, y que se atribuye la facultad de dar lecciones de moral.

Gay necesitará recorrer un largo camino, para, sin ceder lo más mínimo en la denuncia del mal, de la crueldad, de la ignominia, del goce más abyecto (cuyo carácter incluso sexual no se le escapa), conseguir decirlo de otro modo, con una voz distinta, en un tono distinto, ajeno a la prédica con lo que ésta tiene de autocomplacencia moral.

Hay que decir que en su caso el psicoanálisis no será ajeno, ni mucho menos, a una rectificación subjetiva que le permitirá encontrar una enunciación diferente. En efecto, ello le resultaba difícil sin cuestionar una identificación muy resistente: la del niño (e hijo) bueno, virgen de toda pasión violenta. Pero el descubrimiento de las huellas en él mismo de una intensa rabia, incluso un odio, muy anteriores a la aparición de los nazis en su vida, le permitirá descargar su palabra de denuncia de un objeto que hasta entonces la lastraba con su peso innoble, tras los disfraces de la pureza y las buenas intenciones. Pero no hay que equivocarse: es precisamente este acto de separar la justa indignación de una satisfacción hasta entonces ignorada lo que le permitirá dar aún más fuerza a su condena sin paliativos de los responsables de la Shoah. Condena precisa, con nombres y apellidos, informada, que se sirve de la buena manera de los conocimientos del historiador, además de los recuerdos del que fue Peter Fröhlich.

Pero para ello Peter tuvo que recorrer un largo camino. En todo caso, aun habiendo optado por salir del silencio y ya decidida la opción de una restitución a través de la historia, la conmoción de la visita a Berlín en 1960 lo enfrenta todavía a una profunda ambivalencia. Su ruptura con el pasado no puede evitar el surgimiento de un profundo deseo de recuperar algo: recuerdos de lugares, de objetos, de episodios, que permitan colmar de algún modo ese vacío todavía sin bordes precisos y, por eso mismo, demasiado devorador.

La memoria se rehusa

Y es que, precisamente, allí donde la memoria es convocada, ella se rehusa. No acude a Peter, como él mismo dice, la "madalena" proustiana que permita empezar a reconstruir todo ese mundo desaparecido, ni siquiera iniciar su propio recorrido En busca del tiempo perdido.

Es así como Gay se da cuenta del carácter elusivo de la memoria, algo que, por su propia naturaleza, depende más de aquello con lo que uno tropieza que de cualquier cosa que pueda buscar:

"No había tenido en cuenta el hecho de que uno no puede prepararse para la magia de la madalena; viene cuando nadie la llama, cuando quiere o donde quiere, o no viene en absoluto. Descubrí en aquellos días desastrosos que las imágenes y el aroma que surgieron para Marcel de su copa de tila, con todo el perfume de los años perdidos, no pueden ser forzados, ni provocados. En suma, descubrí que atravesar barrios conocidos y contemplar edificios familiares sólo producía unos pocos fragmentos anémicos de mi infancia. Significativamente, tres de estos fragmentos eran horripilantes y me habían asustado cuando era niño: un idiota que vagabundeaba por las calles de [...] Berlín [...], una criatura deforme de cabeza gigantesca, andares extraños y boca babeante; el torso de un pollo descabezado que se sacudía y seguía moviéndose como si aún estuviera vivo: la fotografía, en una revista, de un soldado alemán espantosamente herido en la Primera Guerra, todavía vivo a pesar de que la mitad de su rostro había sido arrancado por la metralla. Resultaba mucho más difícil dar con recuerdos agradables".

Unos pocos recuerdos 

Peter Gay no encontró pues en Berlín su madalena, pero como se ve sí dio con algunos recuerdos enigmáticos, "fragmentos anémicos" que él mismo debió de redescubrir en su propio psicoanálisis como lo que Freud llama "recuerdos encubridores". Éstos son definidos en el artículo "Recuerdo, repetición y elaboración" (1914) como fragmentos que, a pesar de su carácter aislado, enigmático, también en parte construido o reconstruido, contienen "todo lo esencial". Y ello precisamente porque en su misma elección, incluso en la deformación que acentúa uno u otro aspecto y borra algún otro, contienen la huella de un trabajo del sujeto, plenamente activo en edades muy tempranas. La fascinación por la muerte, por la deformidad, las huellas de una pasión ignorada del sujeto, indican lo que va más allá de su identificación como "niño bueno". Esto es lo que su análisis le permitiría leer en esas imágenes desconcertantes. En cuanto a la del "soldado alemán espantosamente herido", no cabe duda de que los bombardeos masivos de los aliados sobre las ciudades alemanas (por los que Gay dice haberse alegrado de un modo que a posteriori le perturba) lo condujeron de nuevo hasta esa estampa horrible en un recodo de la historia.

Más tarde él podría relacionar estos recuerdos con su rabia inconfesada, por ejemplo en un extraño episodio, ya en los EE. UU., en el que le dio rienda suelta contra la figura paternal de un tío: "Fue un gran momento de liberación, pero no la panacea en la que había depositado mis esperanzas. En mi imaginación, había pensado que la rabia sería una cantidad fija. Cuanto más soltara, menos quedaría. Pero pronto se vio que mi furia estaba siendo alimentada por una corriente subterránea continua que iba rellenando el depósito que yo creía haber vaciado [...] Las raíces de mi rabia eran profundas, estaban en mi infancia temprana".

Restitución

Resulta complejo situar todos los elementos que forman parte del que sería un largo trabajo para llegar a separar esta rabia profunda y antigua de su testimonio, en lo que concierne a dos aspectos: su juicio sobre la responsabilidad de su Otro alemán y su propio modo de enunciación. Hay, con todo, dos acontecimientos importantes, que tienen algo en común. Se trata de algo que concierne a diferentes modalidades de pérdidas.

El primero se refiere al retorno, sorpresivo, de una vajilla de plata que había sido dejada en depósito por la entonces familia Fröhlich al mismo amigo alemán no judío que había ayudado a su padre durante la Kristallnacht: Emil Busse. Éste, que opuso una tenaz resistencia, a título personal, a todas las acciones del gobierno nazi respecto de su persona (algo que en la época, a pesar de ciertas astucias picarescas, hubiera podido resultarle fatal), había conservado durante la guerra y los largos años de posguerra ese objeto precioso, símbolo de los esfuerzos profesionales y el relativo éxito social de la familia de Peter, resultado del trabajo de su padre. Por otra parte, Busse había tenido que remover cielo y tierra para conseguir las señas en EE.UU de la por entonces ya familia Gay.

Esta restitución de un objeto así tiene un efecto importante, porque permite empezar a trazar de otro modo los contornos del Otro alemán. Este pequeño acontecimiento, en toda su humildad, con su carácter concreto y material, desmiente la premisa de Alemania, sin distinciones, como Otro cruel y voraz, ávido por privar al sujeto de sus objetos preciados, además de su vida. Se trata, pues, de un hecho que tiene un valor simbólico, por la naturaleza del objeto en cuestión. Pero este valor simbólico es inseparable de la materialidad de un objeto. En adelante, la figura de Busse, entre otras, le permitirá reconocer a alemanes no judíos que no sólo no fueron nazis, sino que incluso se distinguieron por su generosidad, su valentía y el apoyo que brindaron a judíos.

Pero esta rehabilitación del Otro alemán de Gay recibe el impulso decisivo cuando en 1964, tras un acto académico (conferencia de Karl Dietrich Bracher en EE. UU) y en conversación privada, tiene un encuentro imprevisto con el testimonio de la familia (cristiana y alemana) de los Bracher, de profundas convicciones éticas y religiosas, que se habían implicado a fondo en un intento de eliminar físicamente a Hitler. Con el resultado de que dicha familia, en palabras del propio Gay, "había perdido a más miembros que la suya" a manos de los nazis. El mismo Peter Gay constata la extrañeza de esta especie de cálculo numérico, que surgió en su mente en el instante mismo de escuchar aquel relato por boca de sus protagonistas. Y reconoce que hay una peculiar contabilidad, que le resulta algo escandalosa, en la comparación de las pérdidas del propio sujeto con las de ese Otro alemán representado por aquella familia de valientes. A partir de esta constatación (que tiene para él un efecto como de revelación) de que hay alemanes no nazis que pagaron con la vida, no el hecho de ser judíos, sino sus convicciones morales y políticas, la vía para una verdadera reconciliación con lo alemán queda para él verdaderamente abierta.

Otra historia

Este cambio de posición de Gay incide, como es lógico, en su tarea de historiador. Al fin y al cabo, la historia es uno de los recursos fundamentales en su trabajo personal de elucidación y restauración. Hasta entonces, había dejado los temas alemanes fuera de su ámbito de interés. Se había dedicado en particular a la historia de la Ilustración francesa, que para lo que aquí nos ocupa podemos relacionar con el ideal de una sociedad humana gobernada razonablemente por la razón; y también a la historia del ascenso de la burguesía y la constitución de las clases medias, especialmente en Inglaterra. Todo ello tiene algo de contrapunto a la experiencia brutal de una época, como la de la Alemania nazi, que Gay vivió como todo lo contrario: el desencadenamiento de la sinrazón y de la crueldad sin límite.

Es un hecho significativo, en efecto, que Gay hubiera evitado en su tarea de historiador los temas alemanes. No había sido ésta la opción, por ejemplo, de Karl Dietrich Bracher, quien se especializó en el estudio pormenorizado de los antecedentes históricos y los factores culturales que pudieron favorecer el surgimiento del nazismo. Pero Bracher no había sido expulsado de Alemania, a él no se le había privado de su ciudadanía alemana y no se había visto empujado a cambiar de apellido.

Significativamente, a partir de su reconciliación con lo alemán, Gay incluirá entre sus temas de estudio la república de Weimar (1919-1933), así como las contribuciones alemanas al espíritu ilustrado. Sin embargo, es notable que mantuvo su rechazo a dedicarse al estudio de la Shoah. Las únicas referencias que hace a esa parte de la historia son las destinadas a contextualizar su testimonio acerca de su breve vida bajo los nazis. Por otra parte, como él mismo dice, no quiso visitar el museo del Holocausto en Washington y evitó ver la película de Claude Lanzmann. Cuando su mujer quiso visitar Auschwitz, tuvo que hacerlo sola.

Su trabajo de historización, pues, alcanza un límite y preserva un punto de no querer saber. Circunscrito, es cierto, porque Gay es un buen conocedor de los detalles del régimen nazi y estuvo atento a los destinos de sus responsables, en Nurenberg y después. También siguió de cerca los cambios de chaqueta gracias a los cuales toda una serie de personajes consiguieron blanquear su infame pasado político. En definitiva, evita la confrontación, en su trabajo de historiador, con el horror más radical, con la falta completa de sentido. Quizás porque, de acuerdo con su propia confidencia, la history (historia) tiene para él algo de la necesidad de producir stories (relatos, historias). Y queda claro que deja a la Shoah fuera de este ámbito: ésta no puede ser objeto de esta clase de producción. En este punto elige todavía cierta forma de silencio, cierta discreción.

Foto de la galería Flickr de Sfer, con licencia CC.

Recordar/Recordarse. El olvido del ser

¿Para qué recordar? ¿Para qué ese trabajo, a veces tan penoso, de la memoria? Porque de lo contrario, se olvida uno de sí mismo. Uno se olvida. El olvido de las cosas incurre en un olvido del ser mismo. Jacques Lacan finaliza su seminario IV, La relación de objeto (1956-57), con una fórmula bella y al mismo tiempo enigmática: "También hoy terminaré con una pregunta -- la de saber si acaso el proceso que llamaremos de [...] yoización supone en su misma dirección una dimensión correlativa, aquella por la que el ser se olvida a sí mismo [...] En efecto, para el ser hay una posibilidad fundamental de olvido en el yo imaginario".

Como Peter Gay descubrió, no podía dejar atrás tan fácilmente a Peter Fröhlich. El rechazo del lugar donde su vida había transcurrido convirtió lo que había sido una amputación llevada a cabo por el Otro en una automutilación llevada a cabo por el sujeto. En nuestra época, tan proclive al storytelling, es fácil pensar en la capacidad infinita para reinventarse, contarse nuevos cuentos y decidir romper con lo que se ha sido. Cierto es que en el caso que nos ocupa, la necesidad de cortar con el pasado no tiene nada de un capricho. Aún así, hay que desconfiar de la gran capacidad del yo imaginario para el desconocimiento y el olvido (por tomar los términos que Lacan usaba entonces, ya hace mucho tiempo).

De ahí el efecto depresivo al que hubo de enfrentarse Peter. Y que no pudiera ignorar las ocasiones que la vida le dio, también en forma de invitaciones inoportunas, para enfrentarse con lo que había tenido que rechazar y empezar así la laboriosa tarea de reencontrarse entre aquellas ruinas. Por eso, la reconciliación con lo alemán, aun con todas la reservas necesarias, era para él algo de vital importancia. Era recordarse.

¿Hay un órgano de la memoria? ¿Está la memoria dentro de uno mismo o fuera?

La neuropsicología investiga afanosamente la contribución del cerebro humano a la memoria. Los dispositivos más poderosos se emplean para buscar algo que la justifique en la materialidad de ese órgano del cuerpo. Qué duda cabe de que el cerebro es necesario, para esto como para tantas cosas. Pero, ¿es de verdad el cerebro lo esencial en todo esto? Lo que el testimonio de Peter Gay nos muestra es bien distinto.

En primer lugar, nos indica algo fundamental, y es que la introspección alcanza fácilmente sus límites. Si los recuerdos no se pueden buscar, es en primer lugar porque no hay verdaderamente un "dentro" donde buscarlos. El intento termina en unos pocos recuerdos anémicos, que muestran más bien los efectos de todo un trabajo de elaboración, deformación. Y sin aceptar el reto de la interpretación, no es mucho lo que pueden aportar. Ahora bien, la interpretación supone una exterioridad, un distanciamiento. Aunque, en el fondo, lo más importante de esa interpretación apunte a deconstruir un sentido implícito en esos recuerdos, obra de una interpretación previa del inconsciente. Las escasas huellas que quedan son portadoras pues de una interpretación. El trabajo de la memoria consiste en abrirlas a otro sentido posible.

Pero, además, en ese trabajo de la memoria, hay elementos fundamentales que vienen de fuera. En primer lugar, como Gay mismo lo plantea, un momento decisivo de todo su trabajo de rememoración parte de una invitación imprevista a visitar la ciudad de su infancia. Así, tropieza con esa invitación como con algo para lo que no estaba ni mucho menos preparado. Y entonces viene el encuentro efectivo, nada fácil para él, con lugares y con paisajes. Además de la inmersión, que de entrada despierta un vivo rechazo, en la lengua alemana.

También hay otras cosas decisivas que irrumpen en la continuidad de la vida, sin ser esperadas: un objeto recuperado, el testimonio inesperado de unos desconocidos. Todo ello introduce en el trabajo de la memoria un elemento de contingencia y de exterioridad que le son esenciales. Y extrañamente, es en eso que viene de fuera del propio hilo de sus pensamientos donde el sujeto empieza a encontrarse de verdad.

Por otra parte, lo que más llama la atención es que ni el retorno de la vajilla de plata, enviada por Emil Busse, ni el testimonio oído de boca de los Bracher aportan ninguna novedad desde el punto de vista de lo que normalmente llamamos "recuerdo", ni en lo que se refiere al saber, ni a la información. Peter Gay había tenido ya pruebas de la posición decidida de Busse, quien a pesar de su relativa juventud era un buen amigo de su padre y había dado de ello muestras inequívocas, incluso en la Kristallnacht. Por otra parte, Gay no era un inculto, ni un desinformado, ni un sectario, ni un estúpido: sabía de sobra que no todos los alemanes no judíos eran nazis y había conocido, directamente y a través de su padre, a otros alemanes que no adoptaron posiciones antisemitas y que por el contrario ayudaron a judíos en una situación que no resultaba nada fácil. Por lo tanto, ninguno de estos dos acontecimientos aporta nada verdaderamente nuevo desde el punto de la información, ya que ésta se encontraba a entera disposición del "órgano", del cerebro.

Extimidad del inconsciente

Pero también hay otra forma de exterior en juego en el trabajo de la memoria. Aunque el término "exterior", a decir verdad, no es suficiente para caracterizarlo. Por eso recurrimos al término extimidad, destacado por Jacques-Alain Miller en la enseñanza de Jacques Lacan para indicar aspectos de la experiencia subjetiva que van más allá de las nociones de dentro y fuera, ya que ponen en juego un espacio de otra naturaleza. En efecto, a diferencia de lo que podríamos considerar como la "interioridad" de un órgano como el cerebro (desde el punto de vista del cuerpo de la ciencia, claro, porque nadie tiene la menor experiencia efectiva de su propio cerebro), es imposible situar al inconsciente en un "interior" del sujeto. En realidad, la noción subjetiva de interioridad y exterioridad corresponde más bien, como lo puso de manifiesto Freud (cf. "Pulsiones y destinos pulsionales", artículo de 1915) a la construcción de los límites dentro de los cuales el yo, en este caso el que Lacan llamaría "imaginario" se constituye y se reconoce.

En cuanto al inconsciente, corresponde más bien a otra dimensión de la experiencia humana, que pone de manifiesto que esos límites no rigen en lo que se refiere a nuestra relación con la lengua, el significante, el discurso. Extimo, en este sentido, indica que aquello que parece más exterior es lo más íntimo o aquello que parece más íntimo es exterior... en suma, lo Otro está en el corazón de la experiencia del sujeto, y no es posible reconocerlo sin cierto modo de forzamiento, de elaboración forzada.

De ahí la importancia del trabajo de restitución de algo de su inconsciente, presentificado para Gay por los extraños recuerdos que lo acogen en su inesperado, incluso inoportuno viaje. Es la posibilidad misma de reconocer eso como algo propio, admitirlo, llevar a cabo a partir de ello un trabajo analítico y sacar las oportunas consecuencias, lo que le permitirá un cambio de posición en el trabajo de la memoria. Aquí se entiende el vínculo que Gay establece entre psicoanálisis e historia en lo que a su experiencia se refiere.

Pedazos de vida

La reaparición de la vajilla de plata es, por lo tanto, algo que viene de fuera, del Otro. Y, como destacábamos antes, implica el carácter muy concreto de un objeto (algo bien distinto que una imagen o un recuerdo). Un objeto es algo que va más allá de las palabras y de los pensamientos. Ciertos objetos valiosos lo son porque hemos depositado en ellos algo de nuestra propia vida, la encarnan. Y su verdadero valor no proviene de ellos mismos sino de esa parte de energía vital de la que son depositarios. Mientras que la vida es algo inaprensible y lleva en ella la marca de la fugacidad, de lo que pasa a cada instante, los objetos preciados nos la hacen más palpable y parecen contener, condensar, también en la dimensión del tiempo, el bien más preciado, aquel del que todos los demás bienes se derivan. Como escribió Freud metafóricamente en Introducción del narcisismo (1914), somos como amebas que emiten su misma sustancia vital en forma de pseudópodos, y son éstos los que, al depositarse sobre ciertos objetos, los hacen valiosos, como extensiones de nuestro yo merecedoras de un amor en gran medida narcisista.

Aquí, cuando el Otro alemán encarnado por Emil Busse devuelve la vajilla de la que era depositario, devuelve simbólicamente algo de la vida perdida por el traumatismo de la expulsión. Es eso lo que se restituye en ese acontecimiento, tanto más valioso por ser inesperado. Así, ese Otro sobre el que pesaba la sospecha de ser tan solo un mutilador de vida, devuelve mediante su gesto algo que ya se había dado por perdido para siempre. Y empeña en ello su dedicación, su esfuerzo, todo su esmero.

Pero, más allá de ese objeto recuperado, el testimonio de los Bracher muestra hasta qué punto hay un Otro alemán capaz de poner en riesgo su propia vida, de apostarla, gratuitamente, sin necesidad. Y la pierde. Se trata ya, pues, de un Otro dignificado por la falta más radical.

Así, para Peter, sólo cuando hay un Otro capaz de asumir esa pérdida se pondrá definitivamente en marcha la reconciliación. Será entonces cuando pueda dar pasos para recuperar su memoria de Berlín, revisitar esa ciudad de otra manera. Empezará a hacerlo, significativamente, de la mano de los Bracher. Y una de sus primeras paradas en el viaje será la destinada a compartir anécdotas y recuerdos con Emil Busse, en particular las peripecias de sus años esquivando ingeniosamente las órdenes de las autoridades nazis para que se integrara en el ejército.

Otro tipo de pérdida

Es interesante destacar que el testimonio de Gay termina, además de con la recuperación de lo alemán de su historia y de la ciudad de su infancia, con la aparición de otro tipo de pérdida, que hasta entonces había quedado impedida, quizás velada, por la mutilación y por la renuncia. Ahora que ya puede contemplar Berlín con una mirada renovada que recupera algo de su mirada de antaño, lo que ve Peter es otra cosa: que la ciudad se está perdiendo, está dejando en parte de ser lo que había sido. Y no se trata de la huella de las bombas aliadas, todavía presentes en el paisaje urbano, sino de algo bien distinto. Ahora los nuevos edificios de las multinacionales, los colosos arquitectónicos del capitalismo, los rascacielos, invaden verticalmente zonas decisivas de la ciudad quebrando algo que para Peter formaba una parte esencial del carácter de Berlín, el mismo que ahora puede volver a amar... precisamente cuando siente que se está perdiendo. Echa de menos la horizontalidad, rasgo del paisaje berlinés que acompañaba a sus más viejos recuerdos, esos recuerdos que parecen fluir de otro modo ahora que no son rechazados, sino acogidos como propios.

 En efecto, una vez disuelto lo que el propio Gay califica, como hemos visto, como un odio indiscriminado que había sobrevivido durante mucho tiempo, la pérdida atribuible a un Otro obsceno y cruel da paso a otra forma de pérdida, que es la pérdida inevitable. Aquella que anida en el interior de cualquier objeto (siempre perdido, nos recuerda Freud) y de la vida misma, prometida a la muerte. Frente a la tarea incansable del tiempo, aliado infalible de la muerte, los asesinos más infames son meros aprendices, que sólo son capaces de adelantar unos pocos años lo que la eternidad hará por sí sola inexorablemente.

Esa pérdida inscrita en el corazón mismo de la vida es lo que Freud llamó "castración" -- en la medida en que la diferencia sexual resulta ser una contingencia favorable para empezar a representar de algún modo lo que, por un dudoso privilegio, el ser humano es capaz de atisbar, reino de la falta y de la pérdida con el que convivirá para siempre.

El tiempo corre, las ciudades cambian, los recuerdos palidecen ante una realidad siempre poco respetuosa. Ahora Peter no es insensible ante esta otra pérdida de la que ya vuelve a ser "su ciudad": "En lo referente a Berlín soy una especie de conservador". ¡Y le molesta que le toquen su Berlín! "Todavía me enfurezco cuando hablan mal de la ciudad, como lo hice cuando leí recientemente un artículo agrio y, en mi opinión, mal informado [...]"

En suma, la memoria

Este recorrido por un testimonio nos muestra que lo fundamental de la memoria, aunque requiera de la participación del cerebro, va mucho más allá de él y no tiene que ver en lo esencial con la biología. Se sitúa en un espacio de construcción en el que está en juego la relación con el Otro y con lo Otro, por lo que necesariamente se sitúa en un exterior para el sujeto. Por otra parte, el trabajo de la memoria tiene necesariamente una parte de lucha contra el olvido, contra un no querer saber nada que, éste sí, es bien interno, porque se sitúa dentro de los límites en los que la inercia imaginaria del yo hace su labor inadvertida. Pero no se trata sólo de la exterioridad del Otro, del lenguaje y el discurso, sino de algo que apunta a la insuficiencia de todo lo simbólico, también de lo imaginario, para decir algo de lo real si ley, algo que siempre se escapa a todo intento de representación. Imposibilidad que toma la forma necesariamente de una pérdida. Este perdida, necesaria, adquiere la forma de otras pérdidas contingentes, de las que muchas veces ciertos actores de la historia gustan de hacerse los agentes más notorios y esperpénticos.

De cualquier modo, hay en esa tarea de la memoria un aspecto ético, un deber de restitución que se pone de manifiesto en infinitos detalles, pero que atañe a la esencia de la operación misma. Está en juego algo del acto, una decisión. Y esto no está de ningún modo implícito, ni siquiera contenido en los recuerdos individuales, ni por supuesto en las neuronas que supuestamente los almacenan.

Quizás, a veces, reivindicar la memoria es exigir que el Otro no fuerce torpemente un olvido que siempre recubrirá a otro olvido más fundamental, el inevitable, el inexorable. Aquel contra el cual ningún escrito puede ser una garantía definitiva, ni puede serlo un monumento, aunque esté hecho de la más dura piedra.

Robarle a alguien la memoria es también robarle cruelmente su olvido, el propio, aquel del que debe poder hacerse único responsable.

Para afrontar esta responsabilidad es mejor no estar del todo solo. Como vemos al final del libro My german question, su autor, a partir de cierto momento, tiene una buena compañía: "[...] el Peter Frölich de 1938 y 1939 vive todavía en el Peter Gay de 1997".